Ciudad de México, noviembre 23, 2024 17:59
Revista Digital Septiembre 2020

Vivir con la Pandemia / El mundo que florecerá algún día

Ningún número es ya una exageración. Estamos en el ojo del huracán pero arriba de nosotros no se ve un cielo azul, como dicen que se observa. Es el ojo del huracán porque así lo creemos. Y pasan vacas, autos, anuncios volando; pasan casas de palo y vienen las de ladrillo. En mi edificio no hay casos de contagio, pero leo y escucho que en algunos cercanos, sí. Pasan edificios volando.

POR ALEJANDRO PÁEZ VARELA

Pasé mi infancia pensando que moriría en un ataque nuclear. Vivía en Ciudad Juárez y, me habían dicho, Fort Bliss, junto a El Paso, sería de lo primero en desaparecer. Desde mi casa se veían las arenas de Fort Bliss. Imaginaba un hongo levantarse, luego todo ardiendo y yo con todo, en llamas. Así crecí. Dibujé hongos nucleares y desaparecieron casi por completo ya en mi vida adulta. Ahora, en las pesadillas, me enfrento a algo tan diminuto que ni siquiera se puede dibujar. Bonita chingadera. Eran mejores las bombas nucleares, no sé, quizás porque eran palpables.

Empecé mi encierro en marzo de 2020; a finales de agosto se cumplieron los primeros seis meses. Si bien nos va, si hacemos cuentas optimistas, en enero de 2021 habrá una vacuna disponible en México. Eso significa que nos faltan entre cuatro y cinco meses más en casa y que estamos a la mitad del encierro total. Luego vendrá, poco a poco, una salida que no será de golpe: como los cachorros después de una tormenta, primero la nariz y a olfatear; una pata en el lodo, la otra, las cuatro. Pero nadie declare una posible victoria en puerta. El virus estará entre nosotros por años. Y no lo dice Hugo López-Gatell –a quien le han fallado todas las predicciones–: lo dicen los números, la Historia.

De acuerdo con Our World in Data, un sitio administrado por la Universidad de Oxford, la historia de la humanidad contra los microbios nos dice que perdimos antes de que la salud pública nos salvara. Pasó con la viruela, la polio y el sarampión. La salud pública fue poco efectiva en las tres epidemias. Vino la vacuna y fue sólo así que controlamos a los bichos.

En 1796, después de casi un siglo de luchar contra la viruela, Edward Jenner descubrió la vacuna y aún así nos tardamos otro siglo en erradicar al microbio. Con la polio fue menos dramático: cincuenta años sin control hasta que en 1955 Jonas Salk descubrió el remedio; Estados Unidos declaró su derrota formal en 1979, 24 años después. Con el sarampión, la epidemia duró cerca de 40 años y en 17, gracias a una vacuna, le pusimos freno. Sí se han acortado los plazos, pero no tanto. Así que cuando escribo que en enero de 2021 empezaríamos a sacar la cabeza, imagíneme, por favor, cruzando los dedos debajo del teclado o del escritorio.

Calculo que viene la parte más difícil. La economía agotada, nosotros muy cansados y los muertos en aumento porque el coronavirus ha alcanzado casi todos los rincones. Hablar de cien millones de contagios y cinco millones de muertos nos parecería una locura, una catástrofe hace apenas dos meses. Sí es una catástrofe, una locura. Pero ningún número es ya una exageración. Estamos en el ojo del huracán pero arriba de nosotros no se ve un cielo azul, como dicen que se observa. Es el ojo del huracán porque así lo creemos. Y pasan vacas, autos, anuncios volando; pasan casas de palo y vienen las de ladrillo. En mi edificio no hay casos de contagio, pero leo y escucho que en algunos cercanos, sí. Pasan edificios volando.

Me pregunté muchas veces de niño por qué no teníamos un refugio nuclear como los que salían en las películas. Un refugio con lámparas de baterías, latas y suficiente agua para resistir un ataque. Cuando llegué a vivir a la Ciudad de México me hice un refugio portátil: una mochila con una lámpara, sogas y un kit de primeros auxilios. La cargaba cuando había sismos. Luego la olvidé, como el refugio nuclear.

Ahora estoy encerrado en un refugio: por las ventanas abiertas veo a mis vecinos, los autos que cruzan, las copas de los árboles; veo con horror a los que no usan mascarillas y con enorme angustia a los que salen a trabajar. Caigo en cuenta que siempre he vivido con el corazón chiquito y luego me digo que quizás es mala idea vivir con miedo: ¡a salir, Alejandro!, me amonesto. Entonces me desinflo cuando reviso las cifras de muertos y regreso a mi computadora a ver gráficos, a ver otros datos, a medir tendencias y a leer más sobre el enemigo. Leo que los rusos no lanzarán bombas sino tres mil vacunas en prueba; y que los estadounidenses, con tantos refugios, fracasaron a la hora de esconderse del enemigo.

Enero siempre me pareció un mes sin chiste. Ahora lo espero con ansias mientras refuerzo muros y acumulo botellas de alcohol y agua; mientras documento el fin de todo lo que conocimos y pienso, sin prisa pero con deseos, en el mundo que florecerá, si es que florece algún día.


Periodista y escritor. Nació en Ciudad Juárez, Chihuahua. Es autor de varias novelas y libros de periodismo. Fue subdirector y editor de El Universal, Reforma, Día Siete, El Economista y otros medios. Actualmente es director de SinEmbargo.mx .   

 

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