Ciudad de México, noviembre 24, 2024 08:20
Revista Digital Octubre 2024

De perros callejeros: La Quesadilla y El Chino

Nunca sé de dónde vienen, pero que de pronto llegan al entorno de mi casa y se convierten en mis amigos: los perros callejeros.

POR LETICIA ROBLES DE LA ROSA

La historia de vida de cada uno de nosotros se construye con familia, amigos y compañeros temporales con quienes coincidimos en la escuela, el trabajo o las actividades deportivas.

Por supuesto que mi biografía tiene ese cúmulo de relaciones, pero he tenido la fortuna de tener, desde niña, una relación cercana con unos seres bellos, leales, peludos, de cuatro patas, que nunca sé de dónde vienen, pero que de pronto llegan al entorno de mi casa y se convierten en mis amigos: los perros callejeros.

Los primeros años de mi vida se quedaron en la calle de Bondojito, en la colonia Michoacana, allá por el rumbo de San Lázaro, Eduardo Molina, la 20 de Noviembre, la Morelos.

Es una colonia clasemediera, en la alcaldía Venustiano Carranza, que allá por los sesenta tuvo atención gubernamental, porque su nombre se relacionaba con los amores del general Lázaro Cárdenas, que entonces mantenía la tolerancia de sus sucesores y le hacían cariñitos de vez en cuando con honrarlo a él y a su tierra, Michoacán.

La Escuela Primaria Estado de Michoacán, que estaba en la esquina de mi casa y en la que estudié desde tercero hasta quinto año, era tan grande que la dividieron en tres: la mía, que se había quedado con las canchas deportivas y la Biblioteca, donde estaba una estatua enorme del general Lázaro Cárdenas; la Expropiación Petrolera, que se quedó con la alberca y la Expropiación Petrolera Varonil, que se quedó con el Salón de Usos Múltiples.

En esa colonia, que rendía culto a la figura de Cárdenas y que se agudizó luego de los primeros años de su muerte, el 19 de octubre de 1970, la convivencia vecinal era maravillosa y constante.

Muchas veces parecía que las casas eran de todos, porque niños y adolescentes entrábamos a las casas “ajenas” todo el tiempo para jugar o ver la televisión, hacer tareas y ensayar coreografías de los bailables de las chicas que cumplían 15 años.

Cada diciembre los adultos se ponían de acuerdo para adornar toda la calle y para realizar las posadas. Cada día le tocaba a un vecino y además de cantar la letanía para entrar a su casa, romper las piñatas, había una merienda que incluía ponche, tortas, tacos dorados, tamales, quesadillas o lo que ofreciera la familia anfitriona o los vecinos anfitriones, porque cuando la posada tocaba a un edificio, todos los vecinos cooperaban para ofrecer viandas a los peregrinos.

Y, por supuesto, después de la piñata y la merienda se abría el baile y todos debíamos participar; por eso es que yo sé bailar desde muy niña, porque era obligatorio en la cultura del disfrute de vida en mi colonia.

Recuerdo esas fiestas navideñas, porque en una de ellas, que se realizaba en patio del edificio que conocíamos como El 18, de pronto entraron dos perros callejeros. Una era una cruza de Pastor Alemán y el otro era un poco más difícil de definir, porque era muy chino, negro, pero con patas color ocre, como si trajera una botas.

Desde ese momento, en el que niños y adultos en la fiesta les comenzamos a compartir trozos de comida a nuestros nuevos vecinos peludos, ellos se instalaron en la calle de Bondojito. No sé quién les puso nombre, pero al descubrir que se trata de una perrita, alguien comenzó a llamarla Quesadilla y a él, El Chino.

Ambos corrían con nosotros cuando jugábamos Encatados o Stop. Saltaban como queriendo ser tomados en cuenta cuando jugábamos Cebollitas y ladraban como locos cuando tocaba jugar Coleadas. Iban tras nosotros en las carreras de bicicletas o de avalanchas que organizábamos todos en la calle. Los mojábamos cuando era Sábado de Gloria y de pronto se metían a interrumpir las disputas de fútbol soccer, futbol americano o frontón que se realizaban en la calle.

También iban con nosotros cuando tocaba a nuestro equipo de futbol soccer jugar en el Eduardo Molina en el torneo de barrio.

Por supuesto que se sentaban a nuestro lado cuando entrábamos a alguna casa para ver El Chavo del Ocho o cuando, serenos, los jóvenes de la calle nos contaban cuentos sobre fantasmas que se aparecían en nuestros edificios y supuestos gritos que se escuchaban en las noches en la escuela.

La Quesadilla y El Chino se convirtieron así en parte de la palomilla de niñas y niños que todos los días salíamos a la calle a jugar, reír, saltar, competir, bailar y aprender historias.

Alimentados por todos los vecinos, conforme pasaron los años ambos se hicieron un poco más lentos y menos entusiastas con nuestros juegos. Muchas veces, sentada en la banqueta, tuve la compañía de los dos, a los que les contaba mis historias como confidentes garantizados que a nadie les contarían mis secretos.

Un día desapareció La Quesadilla y un par de días después se fue El Chino. ¿Dónde? ¿Por qué? Jamás lo supimos. Los buscamos en las calles cercanas, en el mercado, en el parque, pero jamás volvimos a ver a este par de amigos peludos.

Pero luego llegaron otros y no sólo a Bondojito, sino a todas las calles donde he vivido: El Pirata, La Gorda, El Canelo, El Nikki, La Liliput, El Capitán, La Patas Largas. La Sola y El Rey León fueron los más recientes en la colonia Roma.

Y con todos tuve una excelente relación, en que ellos me han rescatado y enseñado el valor de la lealtad y el amor por el amor, mientras yo sólo les he dado comida, una caricia en la cabeza y les he dicho al oído que son ángeles peludos.

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