EN AMORES CON LA MORENA / La voz de las cicatrices
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Mon Laferte durante su presentación en el Vive Latino. Foto: Graciela López / Cuartoscuro
Mon Laferte supo desde niña que su voz era su única herencia y que, si quería algo más, tendría que arrancárselo a la vida con las uñas.
Qué inseguridad
¿Será que el miedo nos ha entrenado?
Y qué inestabilidad
¿Será que nos encontramos
en la oscuridad?
POR FRANCISCO ORTIZ PARDO
Yo iba a escribir sobre Mon Laferte sin escucharla, pero eso es un sacrilegio. Su historia no se lee, se escucha. Así que primero la dejé sonar. No en bocinas limpias ni en audífonos de alta gama, sino en la crudeza de la ciudad, donde la tragedia y la belleza se cruzan en la misma esquina.
Porque Mon Laferte no canta, se desgarra. No interpreta, se expone. No compone, se abre las entrañas. Su voz no viene de la garganta, sino de algún lugar más profundo, donde duermen los dolores que se intentan olvidar y las despedidas que nunca se concretan. Algo de lo que puedo yo hablar. Su voz duele.
No debería sorprendernos. Mon Laferte no llegó a la música como otros, por el camino de la academia o de los privilegios. Llegó porque no tenía otra opción. La música fue su escape de Viña del Mar, su forma de salir de una infancia de carencias, su salvavidas en un país donde ser artista es una temeridad.
Viña del Mar. La ciudad del festival. La ciudad del glamour, de las luces perfectas, de los trajes de gala, de los artistas aplaudidos por miles y devorados por el monstruo. Una ciudad hecha para brillar en la televisión. Y Mon, nacida ahí, lejos de ese escenario. Lejos de la fama y el reconocimiento. Creciendo en la misma ciudad donde cada año llegaban los más grandes, pero sabiendo que esos reflectores no eran para ella.
Nació el 2 de mayo de 1983. Hoy tiene 41 años, pero ha vivido muchos más. Los tatuajes en su piel parecen testimoniarlo. Creció en un barrio donde la música era un eco lejano de las radios viejas y los casetes mal grabados. Su abuela fue su primera influencia musical. Con ella escuchaba boleros, rancheras y tangos, canciones que hablaban de amores imposibles y dolores incurables. No era un entretenimiento, era una lección de vida.
Desde niña supo que su voz era su única herencia y que, si quería algo más, tendría que arrancárselo a la vida con las uñas. A los nueve años de edad ya tocaba la guitarra y componía canciones, pero no era un juego. Era su escape. Su forma de llenar los huecos que dejaban las ausencias, las carencias, los días sin certezas.
Mientras en la Quinta Vergara se celebraba la grandeza de otros, Mon cantaba en rincones olvidados, en reuniones familiares, en patios donde la única audiencia eran los silencios de la casa. La música la llamaba, pero Viña del Mar solo parecía reservar sus luces para los que llegaban de afuera.
Chile la vio nacer, pero no la quiso lo suficiente. En Rojo, fama contrafama, ese reality de talentos que prometía catapultar carreras, la encasillaron en un molde que no le quedaba. La querían cantante pop, con sonrisas prefabricadas y baladas inofensivas. Pero Mon Laferte nunca fue inofensiva.
Así que un día hizo lo que hacen los desesperados: se largó. Empacó lo poco que tenía y aterrizó en la Ciudad de México sin fama, sin contactos, sin certezas. Empezó desde abajo, en los bares de mala muerte donde las canciones son fondo de tequila y humo, y en el metro, donde cantar es un acto de supervivencia, no de arte.
Y lo hizo. Pero la vida todavía tenía una última humillación para ella. Cáncer de tiroides. El golpe más cruel para una cantante: una enfermedad que ataca la voz. La condena perfecta para alguien que ya había apostado todo y se había quedado sin nada.
No murió. Pero algo dentro de ella sí. Algo que no se nombra, pero que se siente cuando canta. Después del cáncer, Mon Laferte no volvió a cantar igual. Todavía hoy no siente el lado derecho de su cara. Lo que antes era talento, ahora era herida. Lo que antes era interpretación, ahora era exorcismo.
Y lo hizo de nuevo el domingo pasado, cuando se paró sobre el escenario del Vive Latino y dejó que su voz volviera a desgarrarse ante unas 30,000 personas. Un enorme escenario semilleno que parecía a punto de estallar con cada grito suyo, tan afinado, con cada nota que no solo salía de su boca, sino de todos los que la han sentido alguna vez.
Pero había algo más. Antes de que Mon subiera al escenario, algo curioso había ocurrido en el festival. Los rocanroleros que tanto admiro, aquellos que alguna vez fueron rebeldía pura, sucumbieron por unos minutos a las “leyendas” de la televisión mexicana.Se rindieron al recuerdo del lugar a donde no se les dejó entrar, se dejaron envolver por un aura impostada. Titubearon.
Lo que ocurrió en el escenario principal del Vive Latino fue un choque de realidades. El rock, ese género que se ha aferrado a su autenticidad y rebeldía, se vio de pronto seducido por la impostura, por la nostalgia de una televisión mexicana que en otros tiempos fue su antítesis. Vi a músicos que han construido su carrera en la resistencia claudicar ante la historia dorada de la televisión mexicana. Tiempos estos en que lo que antes no nos era indiferente, ya lo es. Pastillas para no soñar.
Por un momento, el festival que nació como un refugio subculturas pareció convertirse en un set de televisión de los ochenta y alguito de los noventa, con Belinda cantando a Paquita la del Barrio con esa preciosa voz que combina con sus ojos claros. En un homenaje innecesario, en un abrazo forzado entre lo que el rock siempre desafió y lo que, ahora, estaba dispuesto a aceptar con reverencia. El desdibujamiento de las causas que antes fueron sueños.
Pero después, Mon Laferte.
Sin nostalgia impostada. Sin poses. Saliendo al escenario con la única herramienta que conoce: su voz, su dolor, su verdad. Como un golpe de realidad después del simulacro. Como el grito que recordaba al festival lo que había sido. Con todo que ella misma resbaló con otros artistas de veras en un tributo a José José, con canciones que él ni siquiera compuso.
Mon no necesita más luces que las de su propia teatralización con escenas de cabaret, de sex shops, de bares de jazz. Su escenario es otro. Con una coreografía de bigotudos con vestidos y frac. La voz que alguna vez cantó en patios vacíos y en vagones de metro ahora resuena en festivales, en auditorios y, sobre todo, en corazones rotos.
La cantautora estira con tacones su 1.62 de altura. Se pone ligueros en sus piernas torneadas, vestido corto, estampado en el escote; margaritas en su cabello ondulado y rubio a la Marilyn, crucifijos a la Madonna; y el carmín intenso del deseo en unos labios que parecen sacados de una película de la época de nuestras vedettes. Sus dedos retacados de anillos plateados atacan con fuerza las cuerdas de la guitarra. Y esa voz que incomoda, que aturde. Porque es una voz que lleva cicatrices. Y las cicatrices, cuando se cantan así, se quedan con nosotros para siempre.