La santa del árbol Laureano

Catalina Tekakwitha, la patrona de la ecología y el milagro que la llevó a los altares
La imagen no fue colocada con escándalo ni ceremonia: una simple estampa plastificada en una comisura del tronco, junto a un rosario, sin altar ni veladora. Solo la fe.
También conocida como Kateri Tekakwitha, solía rezar abrazando árboles, como si fueran altares naturales.
STAFF / LIBRE EN EL SUR
El rostro sereno de una mujer indígena, enmarcado por lirios blancos y la leyenda “patrona de la naturaleza y de la ecología”, aparece incrustado en una de las comisuras del tronco del árbol Laureano, en laesquina de Fresas con Miguel Laurent, donde se pretende construir un edificio de departamentos de lujo que tendrína un precio mínimo cercano a los 8 millones de pesos cada uno. Es la imagen de Santa Catalina Tekakwitha, la primera indígena americana canonizada por la Iglesia Católica, cuya biografía ha cobrado nueva fuerza simbólica desde que vecinos del movimiento #SalvemosALaureano decidieron colocarla como guardián espiritual del árbol.
Junto a ella, atado con cinta roja y colgando en silencio, un rosario de cuentas oscuras y blancas acentúa el gesto. No es un adorno: es una consagración laica en forma de altar urbano, en medio de la devastación que amenaza.
Catalina Tekakwitha, también conocida como Kateri Tekakwitha, nació en 1656 en Ossernenon, una comunidad mohawk en el actual estado de Nueva York. Su padre era un jefe tribal, su madre una mujer algonquina convertida al cristianismo. A los cuatro años, la viruela arrasó con su familia: murieron su madre, padre y hermano. Ella sobrevivió, pero quedó con la cara desfigurada, la vista dañada y el cuerpo debilitado.
Se crió con sus tíos mohawk, quienes la presionaban para casarse, pero Catalina rechazó siempre el matrimonio. Ya desde adolescente había hecho un voto de castidad en secreto. Conoció a los misioneros jesuitas en su aldea y pidió ser bautizada. Lo logró en 1676, a los 19 años, tomando el nombre de Catalina en honor a Santa Catalina de Siena. Desde entonces vivió una vida de ayuno, penitencia, oración prolongada, y sobre todo, profunda conexión con la naturaleza.
Fue ridiculizada, excluida, y en algunos momentos, golpeada. Ante la hostilidad de su entorno, huyó a pie a la misión de Kahnawake, cerca de Montreal, donde encontró un pequeño grupo de indígenas cristianos y un espacio para vivir su fe en paz. Allí intensificó sus prácticas místicas. Dormía sobre espinas, ayunaba por semanas y pasaba horas inmóvil frente al bosque.
Por qué los jesuitas la protegieron
Los jesuitas jugaron un papel esencial en la vida y el legado de Catalina. A diferencia de otras órdenes religiosas, los jesuitas —formados en el pensamiento ignaciano— desarrollaron un enfoque más integrador y dialogante con las culturas indígenas. No buscaban imponer a rajatabla las formas europeas del cristianismo, sino que reconocían los valores espirituales presentes en las cosmovisiones originarias.
Para ellos, Catalina era un testimonio excepcional de santidad natural, una joven que, sin formación teológica, vivía una espiritualidad profunda, mística, y enteramente entregada a Dios. Sus prácticas de oración silenciosa en el bosque, su respeto reverencial por la creación, y su desapego de los bienes materiales coincidían con los ideales de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio.
Los misioneros jesuitas que la conocieron escribieron sus memorias con gran detalle, y fueron ellos quienes, desde el siglo XVII, preservaron sus cartas, relatos y testimonios, promoviendo su beatificación desde el Canadá francés hasta Roma. Consideraban que ella era una respuesta divina a quienes dudaban de la capacidad de los pueblos indígenas para vivir el Evangelio con autenticidad.
Catalina no fue una evangelizada pasiva: fue una santa sin convento, sin hábito y sin voz propia en el sistema colonial, pero cuya vida hablaba por sí sola. Los jesuitas la reconocieron como tal.
El milagro que la llevó a los altares
Catalina murió el 17 de abril de 1680, a los 24 años. Los testigos relataron que, tras su último suspiro, su rostro —marcado por la viruela durante dos décadas— quedó súbitamente terso, luminoso, sin cicatrices. Ese momento fue considerado prodigioso.
Durante siglos, la comunidad indígena y los jesuitas mantuvieron viva su memoria. Pero fue hasta 2006 que ocurrió el milagro que abrió su camino a la canonización. Jake Finkbonner, un niño indígena de 5 años en el estado de Washington, enfermó gravemente de fascitis necrosante, una infección que devora tejidos. Cuando la medicina ya no ofrecía esperanza, sus padres comenzaron a rezar a Catalina Tekakwitha. El niño sobrevivió contra todo pronóstico. El Vaticano, tras una revisión médica, lo consideró milagro inexplicable. En 2012, el Papa Benedicto XVI la declaró santa.
Catalina es hoy un símbolo de resistencia indígena, de pureza ecológica, y de espiritualidad alternativa. Es patrona de los pueblos originarios de América, de las víctimas de acoso por su fe, de las vírgenes consagradas y de quienes protegen la tierra. Es también modelo para las mujeres que decidieron vivir fuera de las estructuras tradicionales.
Una de las anécdotas más citadas por sus devotos es su hábito de perderse en los bosques y pasar horas en contemplación. Según las crónicas de la misión, Catalina solía rezar abrazando árboles, como si fueran altares naturales. Dicen que muchas veces fue hallada cubierta de nieve, arrodillada frente a un roble, sin moverse, sin hablar. Su oración era su respiración. No necesitaba templo.
Por eso no sorprende que hoy, en 2025, su imagen aparezca pegada a un tronco: el del árbol Laureano, que vecinos de Benito Juárez defienden ante la amenaza de una obra inmobiliaria que pretende talar todo a su alrededor. El laurel centenario, nombrado así por el periodista Francisco Ortiz Pardo hace casi tres años, se ha convertido en símbolo barrial de resistencia, pero también en víctima latente de la impunidad.
Para los vecinos, colgar la imagen de Catalina es una forma de dar alma y voz a ese laurel que no puede hablar. “Ella representa a todos los árboles que han sido asesinados por el progreso”, dice una activista.
La imagen no fue colocada con escándalo ni ceremonia: una simple estampa plastificada en una comisura del tronco, junto a un rosario, sin altar ni veladora. Solo la fe.
Santa Catalina Tekakwitha tiene dos principales lugares de peregrinación:
- El Santuario Nacional en Fonda, Nueva York, construido cerca de su lugar de nacimiento, donde cada año acuden cientos de indígenas a honrar su memoria.
- La misión de Kahnawake, Quebec, Canadá, donde vivió sus últimos años y donde está enterrada. En su tumba se dejan piedras, ramas, flores silvestres, y cartas de mujeres que le agradecen por ayudarles a resistir.
Además, es figura central en el Ministerio Católico Indígena de Estados Unidos, y su imagen aparece en altares ecológicos desde Alaska hasta Chiapas. En algunas comunidades de la Amazonía, las catequistas la presentan como “la santa que no quería que cortaran los árboles”.
Su fiesta litúrgica se celebra el 17 de abril en Canadá y el 14 de julio en Estados Unidos. En México, su imagen ha empezado a circular entre grupos ambientalistas católicos que ven en ella una aliada espiritual contra la devastación urbana.
En el árbol Laureano, el laurel centenario que aún resiste en Benito Juárez, su imagen ha dejado de ser solo un símbolo religioso para convertirse en estandarte de una causa mayor: la de quienes se niegan a aceptar que el desarrollo implique arrasar con las raíces —literales y figuradas— de una ciudad que se ha olvidado del verde.
El rosario, la cinta roja, y la efigie de la santa no están ahí como decoración: están como recordatorio de que también los árboles pueden tener su templo. Y su patrona.