Ciudad de México, octubre 20, 2025 00:55
Cultura

El robo al Louvre: cuatro minutos para desaparecer la historia

Una operación perfecta ejecutada a plena luz del día

Se llevaron nueve piezas de las joyas de la corona francesa y huyeron sin dejar rastro.

Los ladrones usaron una grúa de mantenimiento y cortaron un vidrio con precisión quirúrgica.

STAFF / LIBRE EN EL SUR

El domingo amanecía lento, con ese aire húmedo que baja desde el Sena y entra por los patios del Louvre como un suspiro viejo. Eran las 9:30 de la mañana y los primeros visitantes hacían fila frente a la pirámide de cristal. Algunos se tomaban selfies, otros apuraban el café en vasos de cartón. En ese mismo instante, la joya más resguardada de Francia comenzaba a desvanecerse.

Por la fachada del ala Denon, donde desde hace meses hay andamios por trabajos de restauración, un grupo de hombres vestidos con uniformes de mantenimiento utilizó una plataforma elevadora para alcanzar una ventana lateral. En cuestión de segundos, el vidrio fue cortado con una herramienta eléctrica. No hubo explosión ni ruido que alertara a los guardias. Solo un chasquido seco, un movimiento calculado, y después, el vacío.

Adentro, los ladrones se dirigieron directamente a la Galerie d’Apollon, la sala que resguarda parte de las joyas de la corona francesa. Rompieron vitrinas blindadas, tomaron las piezas y desaparecieron. Todo en menos de cuatro minutos. El Louvre, símbolo de la seguridad y el orgullo patrimonial de Francia, fue asaltado en pleno día, con público dentro y con cámaras vigilando cada ángulo.

El mundo entero se enteró minutos después. El museo cerró de inmediato y las sirenas de la policía rompieron el silencio del corazón de París.

Las joyas del imperio perdido

Lo robado es tan simbólico que cuesta creerlo. Se trata de nueve piezas de la colección de las joyas de la corona, entre ellas collares, broches, una tiara y, sobre todo, la corona de la emperatriz Eugénie de Montijo, esposa de Napoleón III. Esa corona, de oro, diamantes y esmeraldas, representaba no sólo la opulencia imperial, sino una de las últimas huellas materiales de la monarquía francesa antes del ocaso del siglo XIX.

Fue hallada horas después, rota, a unos metros del Sena. Los ladrones, al parecer, la abandonaron para distraer a las autoridades o porque se dañó durante la huida. Las demás piezas siguen desaparecidas.

La ministra de Cultura, Rachida Dati, calificó el robo como “una operación perfectamente calculada, ejecutada con una precisión de relojería”. Por su parte, el ministro del Interior, Laurent Nuñez, habló de un grupo “altamente entrenado, con conocimiento técnico y de los protocolos internos del museo”. Las cámaras captaron sombras, no rostros.

El paralelismo con el asalto al museo de Dresde, en Alemania, en 2019, es inevitable: mismo tipo de piezas, misma rapidez, mismo sigilo. Todo apunta a una banda internacional de ladrones de arte, que opera sobre encargos para coleccionistas privados y redes del mercado negro.

Lo más desconcertante es que no se usó violencia. Ni armas, ni amenazas, ni disparos. Solo una sincronía perfecta. El Louvre no perdió una batalla: perdió la inocencia.

El museo herido

Al caer la tarde, la explanada del Louvre seguía acordonada. La pirámide de cristal reflejaba un cielo gris, y los turistas se apretujaban detrás de las cintas amarillas intentando mirar hacia adentro, donde el eco de los pasos de los investigadores reemplazaba el murmullo habitual de los visitantes.

Adentro, los peritos encontraron fragmentos de vidrio, marcas de guantes, un trozo de tela de algodón. Nada más. La huida fue limpia, casi invisible. La policía sospecha de una complicidad interna, alguien que conocía los puntos ciegos de las cámaras y los intervalos entre los rondines de seguridad.

La directora del museo, Laurence des Cars, compareció por la noche: “El Louvre es más que un edificio: es la memoria de Francia. Lo que ha ocurrido no es un robo, es una herida en nuestra historia”.

En los cafés de Saint-Germain se hablaba del asalto con una mezcla de fascinación y tristeza. Algunos recordaban la leyenda del robo de la Mona Lisa en 1911, cuando el pintor Vincenzo Peruggia la escondió durante dos años en un armario. “Aquello fue un acto de locura romántica”, decía un periodista del Le Monde. “Esto es una operación quirúrgica, casi empresarial”.

El contraste era brutal: en un mundo saturado de cámaras, bases de datos y algoritmos de vigilancia, un grupo de personas entró, robó y huyó sin dejar rastro.

Cuatro minutos de eternidad

Las joyas de la corona no son solo objetos preciosos: son símbolos de una nación que ha hecho del arte su religión civil. Representan el brillo que sobrevivió a la guillotina, la elegancia de una época que quiso convertir la belleza en poder. Que hoy estén en manos desconocidas es una herida moral.

El Louvre, que recibe más de nueve millones de visitantes al año, amaneció con un vacío más profundo que el de sus vitrinas. Como si el eco de esos cuatro minutos hubiera roto algo más que el cristal: la certeza de que el pasado puede permanecer intacto.

Los expertos del Centre de Recherche sur le Patrimoine advierten que, si las piezas no se recuperan pronto, serán desmanteladas: los diamantes vendidos en lotes discretos, el oro fundido, las esmeraldas limadas hasta perder su historia. Nada más frágil que la eternidad cuando se enfrenta al mercado.

El golpe al Louvre no fue económico: fue simbólico. Una lección tan vieja como la codicia. Cuatro minutos bastaron para recordarle a la humanidad que ni la belleza, ni la historia, ni la memoria colectiva están a salvo de los deseos humanos.

Fuentes consultadas: Associated Press, The Guardian, Bloomberg, Sky News y CBS News, 19 de octubre de 2025.

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