Ciudad de México, diciembre 1, 2025 07:42
Revista Digital Diciembre 2025

Ronrroneos que iluminan

Son tiempos benévolos, amables y socorridos para quienes desde siempre hemos amado a esos enanos luminosos.

POR IVONNE MELGAR

Nuestra afición comenzó antes de que se volvieran los reyes de Instagram y, hasta el momento, en los personajes de mayor consenso en esa suma de monólogos con furia que parecen las pláticas digitales.

Así que, el hecho de que anden ahora tan a la moda en la mercadotecnia de las emociones efímeras, hace más sencillo este culto familiar de buenos días y linda noche como pretextos para compartir un maullido callejero.

Y si en el día no me tropiezo con ninguna instantánea felina, nunca faltará ese breve video viral en el que una de la especie se carcajea a mares de sí misma por su falsa abstinencia etílica.

Son tiempos benévolos, amables y socorridos para quienes desde siempre hemos amado a esos enanos luminosos, sea por la mirada cazadora que escruta al humano interlocutor o sus bigotes que asemejan un fino y grueso nylon para zurcir seda cruda.

Es cierto que mis intentos por acariciarlos fueron infructuosos en los días de calor e insolación en Usulután, cumpliendo el mandato de nuestra madre Candelaria Navas de que no debíamos tocar “a esos animales tan chucos”, término salvadoreño que igual califica lo que porta suciedad que aquello que apesta simbólicamente.

Supongo que los proscritos mininos eran visitantes ocasionales de nuestros abuelos paternos o huéspedes intermitentes de los tejados y jardines del vecindario, por lo que su llegada a San Salvador, sin acompañantes, dejó en el difuso recuerdo de la infancia lo vivido en esa ciudad del oriente de El Salvador.

Nunca más en esa etapa tuve la cercanía con un sedoso pelaje ni la emoción de mirar cómo lograban bañarse con su propia saliva y quedar lustrosos y acicalados. Hasta que en plena adolescencia llegamos a México, donde pronto me dí cuenta de que, aunque escaso, el amor por los gatos aquí sí tenía dignos representantes.

Y estando en CCH Sur, tuve la fortuna de encontrar a mi amiga Adriana Arroyo Reyna, quien tenía bellos y cuidados gatos que, al fin, pude observar con cotidiana tranquilidad, anhelando pronto contar con uno en mi vida.

Fue cuando, habitantes en la Avenida Hidalgo 16, en Coyoacán, el vagabundo Caramelo nos adoptó por un tiempo, un habitante de los tejados de todas las vecindades aledañas y que repentinamente dejó de visitarnos, acaso porque perdió la libertad de ejercer el poliamor.

Llegó después el bello e icónico Shumos Martín, nombre que ahora tiene entre nosotros el Michi atigrado de la juventud universitaria, un precioso juguetón que era capaz de saltar hasta el techo y que en sus primeros días con nosotras -mi hermana Gilda, Candy y yo- se escondía debajo del refrigerador.

Su nombre original, Shumacher, fue inspirado por el portero alemán que tanto furor causó en el Mundial de Fútbol de 1986 en México, en consonancia con la agilidad con la que nuestro gatito se movía.

Pronto, sin embargo, le aplicamos el diminutivo Shumos y el agregado de Martin, sin acento, en honor a mi novio. Era una manera de depositar en aquel precioso animal el ánimo amoroso que nos unía y que su radiante forma de ser retrataba.

Fueron años determinantes para el derrumbe de creencias y actos de fe que había hecho mías, sin convicción propia, o de supuestas premisas que una escuchó desde siempre: la más importante fue esa de que la lucha armada era siempre justa y justificada, y que aspirar a la democracia era un asunto de los pequeño burgueses.

La otra enorme mentira que se me cayó fue esa de que los gatos eran egoístas, traidores por definición y convenencieros. ¡De cuantos prejuicios había sido destinataria!

También fueron días de iluminadora literatura: novelas, ensayos, poemas… Y entre todo, estos versos de Charles Baudelaire: “Ven, bello gato, a mi amoroso pecho. Retén las uñas de tu pata. Y deja que me hunda en tus ojos hermosos. Mezcla de ágata y metal. Mientras mis dedos peinan suavemente tu cabeza y tu lomo elástico, mientras mi mano de placer se embriaga. Al palpar tu cuerpo eléctrico, a mi amada creo ver. Su mirada, como la tuya, amable bestia, profunda y fría, hiere cual dardo. Y, de los pies a la cabeza, un sutil aire, un peligroso aroma, bogan en torno a su tostado cuerpo”.

Era muy joven, una veinteañera, cuando Caramelo y Chusmos Martin -sin acento-  me regalaron el privilegio de esa sensación que es del tacto, del alma y del pensamiento que se convierte en un sentir; porque los versos del poeta de la pasión de mis días universitarios me hizo sentirme iluminada entre las pulsiones de la carne y el éxtasis de la entrega gatuna.

Pero hoy, en el regalo del sexto piso de la existencia, puedo presumir que el poema de Baudelaire me pertenece cotidianamente desde que, en 2014, la inescrutable Cleo llegó a casa y mira desde su árbol de lana y cartón el paisaje de Copilco Universidad.

Es la Gata perfecta de Sebastián, uno de mis hijos, pero es la Gata de todos, como todos los gatos del planeta son nuestro desdén entonces, porque son quienes prenden la vela de la alegría de estar en sintonía, sea desde una la guarida de una unidad habitacional, donde se refugian los felinos de la comunidad, o en los pasillos de la Cámara de Diputados, una vez que cae la oscuridad y recuperan sus señoríos.

Ellos, los mininos de los barrios, parques, ventanas de cualquier parte del mundo, encienden el encanto de la sonrisa y la ternura, a pesar de los arañazos que el tiempo nos hace.

Compartir

comentarios

Artículos relacionadas