Ciudad de México, diciembre 17, 2025 12:45
Francisco Ortiz Pardo Opinión

EN AMORES CON LA MORENA / ¿Cuál es el miedo?

Los artículos de opinión son responsabilidad exclusiva de sus autores.

El miedo no es a la oposición en abstracto, sino a figuras concretas que encarnan algo que Morena empieza a perder en la ciudad: credibilidad cotidiana, contacto con la calle, lenguaje no doctrinario.

POR FRANCISCO ORTIZ PARDO

Algo han medido en el oficialismo para estar tan preocupados. No es una intuición: es una reacción. Y como suele ocurrir en política, cuando el cálculo empieza a notarse demasiado, deja ver no la fortaleza sino la fragilidad.

En Ciudad de México se percibe una prudencia inusual en Clara Brugada. Impulsa un aumento general cercano al siete por ciento en los presupuestos de las alcaldías y, casi al mismo tiempo, anuncia condonaciones al impuesto predial para 2026 dirigidas —ojo— fundamentalmente a sectores de clase media. No es un gesto menor ni una concesión ideológica: es memoria electoral aplicada a la administración pública. Aquella etapa de hostigamiento discursivo, cuando desde el poder se señalaba con desprecio como fifís a los habitantes de alcaldías como Benito Juárez, dejó una lección costosa en el centro y el poniente de la ciudad. Morena perdió nueve de dieciséis alcaldías. No fue un error táctico: fue una factura.

Sin embargo, lo que se observa no es una estrategia bien articulada, sino una convivencia tensa entre dos pulsiones. Desde el gobierno capitalino se ensaya el consenso; desde sectores del oficialismo local, particularmente desde la militancia morenista, priva algo más cercano a la desesperación. Mientras Clara Brugada se toma fotos con alcaldes de oposición y cuida las formas institucionales, en el Congreso local aflora el nervio.

El episodio del nuevo órgano de transparencia es revelador. Una discusión técnica —sobre si debía estar presidido por tres personas o por una, sobre si su integración debía aprobarse por dos terceras partes del Congreso o resolverse desde la órbita de la Contraloría— terminó en una gresca bochornosa. Jalones de pelo, empujones, sapes. Política convertida en contacto físico. Lo verdaderamente grave no fue solo la agresión, evidente para cualquiera que haya visto las imágenes, sino el manejo posterior: el intento de hacer creer que las agredidas habían sido las agresoras. Como si la violencia pudiera borrarse con un comunicado, como si los videos fueran producto de la inteligencia artificial. El problema no fue el golpe, sino la negación.

Ese nerviosismo no surge de la nada. Algo se mueve por debajo. Algo incomoda.

Hace unos meses, en una columna publicada en SinEmbargo, Francisco Ortiz Pinchetti recordó un episodio de su juventud política: la tarde del 10 de junio de 1971, Jueves de Corpus, cuando un joven irrumpió en una reunión convocada por Heberto Castillo para advertir que estaban masacrando estudiantes en San Cosme. Aquel joven era Eduardo Cervantes Díaz-Lombardo. El mismo que hoy ha sacudido a Morena con una crítica frontal, incómoda, difícil de descalificar por provenir de alguien que no llegó al movimiento por moda ni por cálculo.

Cervantes no habló como opositor ni como resentido. Habló como militante histórico. Dijo algo que suele ser intolerable para los partidos en el poder: que el principal enemigo del movimiento no está afuera, sino adentro. Señaló corrupción, oportunismo, simulación, una cultura política heredada del viejo régimen. Recordó que once de los veinticuatro gobernadores de Morena son expriistas. Que el partido perdió diez capitales estatales el año pasado. Que, si no se corrige el rumbo, en 2027 podrían perderse alcaldías clave en Ciudad de México: Álvaro Obregón, Azcapotzalco, Iztacalco y Xochimilco.

No habló en abstracto. Habló de candidaturas impuestas por lidercillos regionales, de clientelismo, de voto por consigna, de una dirigencia que confunde unidad con silencio. Y, quizá lo más corrosivo, contrastó la retórica de austeridad con los hábitos de algunos dirigentes: restaurantes caros, hoteles de cinco estrellas, clase premier, Disneylandia, universidades europeas. No fue una denuncia moralista: fue una descripción.

La reacción fue previsible. Deslindes, minimización, frases hechas sobre la fortaleza del movimiento y la debilidad de la oposición. Y, finalmente, la sanción: Cervantes fue separado de su cargo como responsable de Formación Política en Morena capital. Lo castigaron por congruente. Válgame.

Hay, además, otro síntoma revelador del miedo: la obsesión del propio oficialismo con la alcaldesa de Cuauhtémoc, Alessandra Rojo de la Vega. No es la oposición quien la ha colocado en el centro del debate, sino Morena mismo. Una y otra vez, personajes con proyección nacional se dedican a atacarla en entrevistas, mesas de debate y videograbaciones difundidas en redes sociales, repitiendo falacias y descalificaciones que, lejos de disminuirla, la agrandan.

Las encuestas la sitúan como la alcaldesa con mayor aprobación entre sus gobernados. Y ese dato parece resultar intolerable. El temor es evidente: una reelección sólida y, más adelante, una candidatura competitiva a la Jefatura de Gobierno en 2030. Alessandra, con una astucia política poco común, capitaliza cada golpe. Los revierte con desmentidos directos, exhibe contradicciones, deja ver una personalidad fresca e irreverente y se mantiene con una presencia mediática insoslayable. Lo verdaderamente inexplicable no es su crecimiento, sino que los morenistas sigan empeñados en alimentarlo.

El delirio alcanza otro nivel con la arremetida contra Mauricio Tabe, alcalde panista de Miguel Hidalgo, y la propia Alessandra, a quienes se acusa de haber orquestado la agresión de encapuchados contra molinos de viento —que no contra la policía con escudos y cascos, que de por sí la pone en ventaja— durante una manifestación cívica el 15 de noviembre, frente a un muro de contención. Según esta narrativa, ambos habrían estado detrás de los hechos, como si la protesta ciudadana necesitara dirección política para existir.

La contradicción es evidente y profunda. La misma clase media que salió a manifestarse ese día, la misma a la que ahora se intenta convencer de que Morena sigue siendo opción, es tratada como una masa manipulada, incapaz de actuar por convicción propia. Se le condona el predial, pero se le regatea la inteligencia. Se le corteja con políticas fiscales de derecha, pero se le desprecia cuando ejerce ciudadanía.

Ahí está, quizá, la respuesta final. El miedo no es a la oposición en abstracto, sino a una ciudad que ya no acepta ser tutelada ni discursivamente ni políticamente. Miedo a la crítica interna, a la memoria, a la comparación entre lo que se prometió y lo que se practica. Miedo a una clase media que no se deja conducir a jalones ni a consignas.

Por eso la prudencia arriba y la torpeza abajo. Por eso el consenso en Palacio y la gresca en Donceles. Por eso el castigo al congruente, la obsesión con la alcaldesa incómoda y la sospecha permanente sobre el ciudadano que protesta. En política, cuando el miedo se vuelve motor, deja de gobernarse con convicciones y se empieza a reaccionar con reflejos. Y en una ciudad como esta, eso casi siempre se paga.

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