Ciudad de México, julio 25, 2025 08:56
Mariana Leñero Opinión Revista Digital Julio 2025

El árbol encantado

Los artículos de opinión son responsabilidad exclusiva de sus autores.

“Quizás lo olvidé porque pensé que siempre podría volver y encontrarlo como lo dejé. Como si los días fueran a repetirse para siempre”.

POR MARIANA LEÑERO

Una vez, cuando tenía siete años, el árbol frente a mi casa —que en ese entonces aún era pequeño— amaneció fosforescente. Tenía un color verde limón, casi amarillo, un verde brillante como de otro mundo. Parecía que lo había tocado un hada madrina… o quizá que el sol y la luna se habían puesto de acuerdo para regalarle una luz especial.

Estaba segura de que era mágico, pero me estrujé los ojos, me pellizqué el brazo para comprobar que no era un sueño… y no lo era. El árbol encantado seguía allí. Corrí emocionada a contar la noticia. En ese entonces, mi papá estaba “a cargo” de mí, pero en su estudio, allá arriba, escribiendo y escribiendo.

Había una regla no dicha: no se le podía interrumpir a menos que fuera una emergencia. ¿Y un árbol mágico…? Eso era una emergencia. Ya tenía calculado el momento preciso en que podía interrumpirlo: justo cuando dejaba de sonar el taca-taca de su máquina de escribir y se oía el encendedor para prender el siguiente cigarro. Ahí, inmediatamente —no antes, no después— tenía que atraparlo y hablar rápido.

Despidiéndose de sus ideas, escuchó atento mi descubrimiento. Y salió conmigo a compartir mi hallazgo. Cuando nos encontramos frente al árbol, y mientras yo, esperanzada, esperaba que mi padre brincara de asombro junto conmigo, lo miró de frente y, con una mueca de asco —tanto que hasta se le cayó el cigarro— me dijo que ese árbol no estaba encantado. Que lo que parecía magia era una plaga.

—¿Plaga? —pregunté.

—Sí. Mira de cerquita: lo que tiene son azotadores —me dijo—. Son insectos que cubren las hojas y las pintan de su color. Y si los tocas, te electrocutan.

Claro que me dio miedo… pero después, más bien, tristeza. Nuestro árbol no estaba encantado. Estaba enfermo. Rápidamente me jaló de la mano y fuimos por una escoba.

—¿Y los vas a matar? —pregunté, aterrorizada.

Transformado y con los ojos rojos como diablo, mi padre no tardó en decir:

—¿Matar? No, Mayita, los vamos a aniquilar. De patitas a la coladera.

Y comenzó a barrerlos sádicamente hacia el suelo, dispuesto a pisarlos. Pero lo sádico y valentón lo tenía en palabras, porque inmediatamente pude ver cómo le temblaba hasta la barbilla. Él no tenía pena en mostrarme su lado oscuro… pero también el cobarde. En cuanto uno de esos bichos cayó cerca, brincó y salió corriendo:

—¡Celeeeee! ¡Hay que llamar al jardinero!

Así comenzó el proceso de buscar cómo limpiar —para mí, curar— a nuestro pobre arbolito. Pero no era trabajo para el jardinero: se tenía que llamar a la delegación para que lo hicieran. Y entre burocracia y asco, pasaban los días. Los azotadores se multiplicaban, y yo no podía sacarme de la cabeza su color brillante, su cuerpo peludo y la forma en que se enroscaban como monstruitos chupándole el alma a nuestro arbolito.

No podía dormir.

Mientras tanto, el jardinero intentó quitarlos con agua a presión y con otros remedios que mi mamá y Cele obtuvieron de los vecinos, que eran como el Google de nuestra colonia. Pero nada servía.

Yo le pedí ayuda primero a mi angelito de la guarda, pero, entre más pasaban los días, tuve que acudir hasta Dios, a ver si se apiadaba de él y nos ayudaba. Y en la espera, una noche escuché a mi padre decirle a mi mamá:

—Si mañana no vienen, yo me echo el árbol.

El árbol de Mariana, actualmente.

No había espacio en el corazón de mi papá, ni en el de Dios (que, por supuesto, tenía cosas más importantes de qué encargarse). Mientras tanto, los azotadores seguían brillando y dando miedo.

Y fue así que mi papá tuvo que usar sus influencias de “vecino distinguido”:

—Mira, Kena, yo no quería molestarte, pero seguimos esperando a que vengan a quitar una plaga de azotadores del árbol frente a mi casa.

Mientras la delegada le decía no sé qué tanta cosa y mi papá garabateaba en su libreta sin prestar atención, decidió interrumpirla:

—Es que mira, Maru… si no mandas a alguien hoy, a quien vas a mandar al psicólogo es a mi hija. La pobrecita está traumada.

Y se hizo la magia. Ese mismo día, regresando de mi clase de catecismo, frente a la casa estaba el camión de la Benito Juárez, mangoneando a mi pobre arbolito.

—¿Lo están curando? —pregunté, asustada.

Entre tanto ruido no escuché nada, pero pude ver cómo lo iban dejando pelón y triste, sin hojas y casi sin ramas, pero limpio.

—Va a renacer —me dijo mi mamá, como quien cree en el milagro de la resurrección.

Y así fue. Mi arbolito, no solo vivió, sino que creció y creció muy alto. Hoy tiene más de 50 años. Y es parte de la familia.

Debo confesar que no es un árbol con mucha personalidad. Lo más exótico a lo que pudo llegar fue ese día que lo invadieron esos azotadores psicodélicos.

Es un árbol cualquiera para cualquiera. Pero para mí, siempre tuvo su encanto. O al menos, el recuerdo de su encanto.

Lo olvidé porque tenía siete años, y a esa edad una tiene cosas más urgentes en qué pensar: si mañana hay examen, si me van a comprar el álbum de estampitas, si puedo ver la tele antes de hacer la tarea.

Nuestro arbolito encantado creció a su modo, sin pedir atención. Como tantas cosas que crecen sin hacer ruido.

Yo también crecí. Me enamoré, me desenamoré, me gradué, me fui, volví, me casé, tuve hijas. Y ese árbol, que un día jugó a estar encantado, se fue quedando atrás, en el fondo de la memoria, como una postal sin remitente.

Quizás lo olvidé porque pensé que siempre podría volver y encontrarlo como lo dejé. Como si los días fueran a repetirse para siempre. Pero el tiempo pasa, y un día uno regresa y todo ha cambiado. Y aparece la nostalgia. No como tristeza, sino como suspiro.

No es un roble majestuoso ni heroico. Es un árbol real: alto, torcido y firme frente al paso de los años. Mágico, aunque parezca cualquiera.

El árbol sigue ahí. Y yo, de algún modo, sigo en él.

Compartir

comentarios

Artículos relacionadas