Botticelli y otras joyas olvidadas del Museo Nacional de San Carlos

Museo de San Carlos. Foto: Tercero Díaz / Cuartoscuro
Un recinto neoclásico eclipsado por la rutina capitalina
La única pintura de Botticelli al sur del Río Bravo; las otras dos están en Washington y Nueva York.
A un costado del Monumento a la Revolución, un museo con Rodin, Cranach, Zurbarán y Hals sigue sin ser conocido como se merece.
STAFF / LIBRE EN EL SUR
Mientras se discutía en redes sociales la permanencia o el retiro de las esculturas de Fidel Castro y Ernesto Che Guevara —que hasta hace poco interrumpían la vista de la fachada del museo y fueron retiradas por orden del gobierno de Alessandra Rojo de la Vega—, el propio Museo Nacional de San Carlos seguía pasando inadvertido. Han cobrado más relevancia las polémicas esculturas políticas que las verdaderas joyas que resguarda el recinto: un Rodin en bronce, un Cranach el Viejo, un Zurbarán… y, ahora lo sabemos, un Botticelli. Todo esto a unos pasos del Monumento a la Revolución, a la vista de miles de personas que transitan cada día por la estación del Metrobús y el cruce de Puente de Alvarado y Rosales. Y sin embargo, muy pocos entran.
En esa esquina se levanta uno de los edificios más bellos del centro-norte de la capital: el Palacio del Conde de Buenavista. Aunque su sede es una de las más importantes en arte europeo en el país, y su acervo incluye nombres que harían temblar a cualquier pinacoteca —Botticelli, Rodin, Cranach, Zurbarán, Rubens, Vouet, el taller de Hals—, es también uno de los museos más olvidados por el público mexicano.
El edificio fue encargado a finales del siglo XVIII por don Gabriel de Yermo, un comerciante vasco afincado en la capital. A su muerte, fue adquirido por el conde de Buenavista, quien encargó al arquitecto valenciano Manuel Tolsá —el mismo del Palacio de Minería y la escultura ecuestre de Carlos IV, El Caballito— la conclusión del inmueble. Tolsá dio forma a una de las construcciones más puras del neoclásico novohispano: un sobrio patio central con columnas toscanas, escalinatas monumentales, proporciones simétricas, cornisas limpias y un equilibrio compositivo que evoca modelos franceses e italianos.
A lo largo del siglo XIX, el edificio tuvo múltiples usos: residencia privada, cuartel militar, sede de oficinas públicas, escuela y hasta imprenta. En 1968, como parte de los proyectos culturales del Estado mexicano vinculados a los Juegos Olímpicos, el INBA restauró el inmueble y lo convirtió en la sede del nuevo Museo Nacional de San Carlos.

Su misión fue clara desde el inicio: albergar y estudiar la vasta colección de arte europeo que por siglos había pertenecido a la Real Academia de San Carlos, fundada en el periodo virreinal. A diferencia del Museo Nacional de Arte (MUNAL), que tiene un enfoque centrado en la historia del arte mexicano, o del Museo de Arte Moderno, que muestra arte del siglo XX, el de San Carlos se define como el único gran museo público de arte europeo en México. Su colección abarca desde los siglos XIV al XX, con un énfasis especial en la pintura española, flamenca, italiana y francesa.
Tres joyas entre siglos de historia
Aunque su colección incluye cientos de piezas de diversas escuelas europeas, hay tres obras que durante años encabezaron la lista de sus tesoros visibles: “Adán y Eva”, atribuida a Lucas Cranach el Viejo; el “Retrato de hombre desconocido”, del taller de Frans Hals; y la escultura “La llamada a las armas”, de Auguste Rodin.
La pintura de Cranach, maestro renacentista alemán y amigo cercano de Martín Lutero, presenta a los dos personajes bíblicos con el característico estilo alargado del autor, rodeados por una atmósfera vegetal donde se oculta la serpiente. El cuadro fue modelo pedagógico en la Academia de San Carlos y se conserva en excelente estado.
El retrato atribuido al taller de Hals, datado hacia 1634, fue redescubierto en los depósitos del museo y reinsertado en su sala permanente. La pincelada rápida y viva de Hals confiere al retratado una presencia inmediata, con una mirada aguda y expresión contenida.
La tercera joya, “La llamada a las armas”, es una escultura de bronce de Auguste Rodin que representa a una figura femenina alada en gesto de exaltación. Concebida originalmente como parte de un monumento a los defensores de París durante la guerra franco-prusiana, encarna la energía emocional y el poder plástico del escultor francés. La versión en San Carlos es una de las pocas piezas de Rodin en colecciones públicas mexicanas.
Sin embargo, una cuarta joya acaba de emerger del silencio. Y esta vez no se trata de una atribución menor, sino de un hallazgo de resonancia internacional: una pintura confirmada de Sandro Botticelli, maestro del Renacimiento florentino.
El Botticelli mexicano
Durante décadas, una pequeña tabla catalogada como “círculo de Botticelli” permaneció casi inadvertida en los registros del Museo Nacional de San Carlos. Medía apenas 51 por 38 centímetros, representaba una Sagrada Familia en temple sobre tabla y se pensaba obra de un seguidor del taller florentino.
Todo cambió tras un estudio exhaustivo del investigador Christopher Daly, del Metropolitan Museum of Art, publicado en The Burlington Magazine en septiembre de 2025 bajo el título A Botticelli fragment in Mexico City. El análisis técnico y estilístico determinó que se trata efectivamente de una obra original de Sandro Botticelli con intervención de su taller, ejecutada hacia la década de 1490.
La pintura sería, además, un fragmento de una composición mayor, probablemente una Adoración de los Magos de gran formato, de la que se separó en algún momento posterior. Daly señala la calidad pictórica sobresaliente de los rostros, el modelado sutil de las carnaciones y el característico granulado de los pigmentos, detalles que remiten al propio maestro florentino.
El estudio fue posible gracias a la colaboración del curador Mariano Meza Marroquín, quien facilitó el examen de la obra en octubre de 2023. La investigación también rastrea su proveniencia: perteneció a los herederos del industrial sueco Axel Wenner-Gren y fue donada en 1971 al gobierno mexicano, junto con otras obras europeas, integrándose desde entonces al acervo del museo.
Con esta atribución, México se convierte en el único país de América Latina que posee una pintura original de Botticelli. En todo el continente americano sólo existen tres piezas atribuidas directamente al maestro: dos en Estados Unidos —una en la National Gallery of Art de Washington y otra en el Metropolitan Museum de Nueva York— y esta recién confirmada en la Ciudad de México.
La noticia coloca al Museo Nacional de San Carlos en el mapa internacional de los grandes custodios del Renacimiento. No se trata de una anécdota erudita, sino de un acontecimiento que modifica la jerarquía del arte europeo en América. La Sagrada Familia de Botticelli, ahora revalorada, puede verse en las salas del museo, discreta y luminosa, como si esperara desde hace siglos que alguien la reconociera.
Un jardín redescubierto y una fachada liberada
El Museo Nacional de San Carlos se encuentra en el Jardín San Carlos, también conocido como Parque Tabacalera. El acceso principal al jardín está sobre la calle Manuel Ramos Arizpe, a escasos metros de Puente de Alvarado. Este parque fue originalmente parte del terreno privado del palacio y más tarde se integró a la colonia Tabacalera como un pequeño pulmón urbano, cercano a la antigua fábrica de cigarros. Durante años estuvo descuidado, pero recientemente fue objeto de rescate y ahora luce limpio, con bancas nuevas, árboles añosos —incluidas varias jacarandas— y un ambiente tranquilo que contrasta con el caos vehicular del entorno.
En 2017, el entonces senador Ricardo Monreal promovió la instalación de dos esculturas en ese jardín: una de Fidel Castro y otra de Ernesto Che Guevara, elaboradas por el escultor cubano Ernesto Rancaño. Las figuras de bronce, representadas en actitud heroica, fueron colocadas justo frente a la fachada del museo, irrumpiendo visualmente la sobriedad neoclásica del edificio y generando desde el inicio controversia. Más allá de su carga ideológica, muchos críticos y vecinos señalaron que su presencia rompía con el diseño urbano del espacio y desplazaba el foco de atención del museo hacia un gesto político.
Fue hasta 2024, con la llegada de Alessandra Rojo de la Vega a la alcaldía Cuauhtémoc, que las esculturas fueron finalmente retiradas. La medida coincidió con la conmemoración del 70 aniversario del encuentro entre Fidel y el Che en un edificio cercano de la colonia Tabacalera, pero esta vez el protagonismo fue devuelto al museo. La decisión fue celebrada por diversos sectores como una forma de restaurar la dignidad visual del entorno y de regresar la mirada al contenido artístico del recinto.
Paradójicamente, la polémica alrededor de las esculturas reveló el olvido en que ha caído el Museo Nacional de San Carlos. Pese a estar a una cuadra del Monumento a la Revolución, pese a resguardar una de las colecciones más notables de arte europeo en América Latina —y ahora el único Botticelli del hemisferio sur—, y pese a su sede majestuosa trazada por Tolsá, el museo ha quedado relegado en la narrativa cultural contemporánea.
Mientras el Che iba y venía, Rodin y Botticelli permanecían en silencio.
Y es ahí donde radica el verdadero valor de este museo: en su resistencia al olvido, en su vocación de permanencia, en su capacidad para ofrecer a los visitantes un recorrido sereno por cinco siglos de historia del arte. Bastaría con que más personas entraran, bastaría con que se mirara hacia adentro.