Catacumbas: El Zócalo revive entre calaveras monumentales y los susurros de la muerte bajo la Catedral
Monumento a Zumárraga. Fotos: Libre en el Sur
Un recorrido nocturno entre la ofrenda, la Capilla de las Reliquias y las criptas de los arzobispos
STAFF / LIBRE EN EL SUR
La noche se posa sobre el Zócalo como una marea lenta. Afuera, la fiesta del Día de Muertos brilla entre flores, música y calaveras monumentales que iluminan la plancha con tonos morados y dorados. Pero dentro de la Catedral Metropolitana, la ciudad parece detenerse. En la penumbra, el aire huele a incienso y a cera caliente; los cantos gregorianos y las voces de niños se elevan desde el coro alto, envolviendo el espacio con una serenidad antigua. En el altar mayor, el Santísimo permanece expuesto, como una isla de luz suspendida en la oscuridad.
El recorrido nocturno comienza en la Capilla de San Cosme y San Damián, al costado izquierdo del templo. Allí se instala la ofrenda de la Catedral Metropolitana, un altar sobrio y solemne dedicado a los fieles difuntos y a los pastores de la Iglesia. Este año, dos figuras dominan la escena: una gran pintura del papa Francisco, colocada al costado izquierdo, y una fotografía de Benedicto XVI, enmarcada sobre un atril de madera al derecho. A sus pies arden cirios blancos, entre flores de cempasúchil y un cáliz de plata. El humo del copal asciende con lentitud, mientras las sombras de las velas parecen moverse al ritmo del canto.
El grupo avanza hacia la Capilla de las Reliquias, también llamada del Santo Cristo de los Conquistadores, un espacio que solo se abre en estas fechas. Al entrar, la oscuridad de la nave se rompe con un resplandor dorado: los retablos barrocos relucen bajo luces tenues, y el oro bruñido de sus molduras contrasta con la penumbra que domina el resto del templo. En sus vitrinas se exhiben más de un centenar de reliquias sagradas —fragmentos de huesos de santos, telas, rosarios y astillas de la Vera Cruz— guardadas en relicarios de plata y cristal. Durante el resto del año permanecen cubiertas, pero en estos días son destapadas y expuestas al público como parte de la conmemoración de los fieles difuntos.
Al centro, sobre el altar, se encuentra la imagen del Cristo del Veneno, una talla de madera ennegrecida que, según la tradición, absorbió el veneno destinado a un sacerdote devoto. Desde entonces, su color oscuro simboliza la protección ante el mal. Bajo la luz de las velas, el Cristo parece moverse, su rostro brilla con una humedad que el tiempo no ha secado, y su mirada, fija pero compasiva, acompaña el paso de los visitantes.
Luego, el grupo se dirige al Altar de los Reyes, donde el Santísimo sigue encendido en su luminosa soledad. Las voces del coro se disuelven en un eco grave, y una puerta discreta se abre detrás del retablo. Por una escalera de piedra húmeda comienza el descenso a la Cripta de los Arzobispos, edificada en el siglo XVIII por Jerónimo de Balbás.

El aire se enfría. En las paredes, cubiertas de nichos, descansan más de diez mil criptas distribuidas en catorce capillas. El silencio es espeso, interrumpido solo por el sonido de las pisadas sobre el mármol. En el centro, una escultura yacente recuerda a Fray Juan de Zumárraga, primer obispo y protector de los pueblos indígenas. Sin embargo, sus restos no están dentro del monumento, sino en el primer nicho a la izquierda, junto al acceso principal. El sepulcro central es un cenotafio, un homenaje simbólico para quien mandó levantar la primera catedral sobre los restos del Templo Mayor.
A su alrededor se suceden los nombres de los arzobispos y cardenales que marcaron la historia de la Iglesia mexicana: Francisco Antonio de Lorenzana y Butrón, reformista ilustrado y virrey interino; Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos, firmante del Acta de Independencia; Luis María Martínez, el “arzobispo de la guerra”; José Garibi Rivera, primer cardenal mexicano; Francisco de Aguiar y Seijas, el severo confesor de Sor Juana Inés de la Cruz; y Ernesto Corripio Ahumada, figura emblemática del siglo XX y anfitrión de las visitas de Juan Pablo II.
El cuerpo de Corripio Ahumada permanece en proceso de descomposición, como marcan los tiempos naturales del recinto. Según explican los custodios, deberán transcurrir unos veinte años antes de que sus huesos sean retirados y depositados en su nicho definitivo, ya asignado dentro de la misma cripta. Es un protocolo respetuoso y lento: el cuerpo debe completar su ciclo antes de ser reducido y trasladado.
El grupo escucha en silencio. El aire húmedo huele a piedra y a historia. En una esquina, una vela arde sola, y su luz se proyecta sobre los nombres grabados en las placas. Nadie habla: el silencio tiene una voz propia.
De regreso a la superficie, los retablos dorados de la Capilla de las Reliquias vuelven a brillar. Los cantos se reanudan, el incienso flota, y el Santísimo sigue encendido. Afuera, el Zócalo celebra; adentro, la Catedral custodia su propia eternidad.
Cada año, cuando las reliquias son descubiertas y las criptas se abren al paso de los vivos, la ciudad recuerda que no hay frontera entre la vida y la muerte. Porque en las catacumbas, todo lo que fue sigue ahí: quieto, dorado, respirando bajo la piedra.
















