Proponen convertir la casa de la madre de Octavio Paz en centro cultural

Vecinos ligados a la cultura lanzan proyecto para un espacio comunitario en la Nochebuena
La casona colonial californiana, aunque no fue lugar de residencia habitual de Octavio Paz, sí está vinculada de manera íntima con su madre, Josefina Lozano, y por tanto con su biografía familiar.
Lo que ofrecen sus impulsores es el diseño y facilitación de un proceso participativo que involucre tanto a autoridades como a la sociedad civil, mediante una metodología internacional conocida como Future Search.
STAFF / LIBRE EN EL SUR
En la calle Porfirio Díaz número 125, en la colonia Nochebuena, sobrevive una casa de estilo colonial californiano que resiste como testigo silencioso del siglo pasado. Fue el hogar de doña Josefina Lozano, madre del poeta Octavio Paz, y también la residencia que por más de cuatro décadas habitó y cuidó la familia del jardinero de los Paz, hasta que en 2024 fueron desalojados tras un largo proceso legal. Hoy, un grupo de vecinos ha lanzado una propuesta para que ese espacio, cargado de simbolismo y memoria, no sea presa del olvido ni de la especulación inmobiliaria: quieren convertirlo en un centro cultural comunitario.
La propuesta, formalizada bajo el nombre “Proyecto Casa Josefina Lozano de Paz”, no busca administrar el recinto ni apropiarse del legado de Paz. Tampoco solicita recursos públicos ni se plantea como un proyecto que deba ser ejecutado por el vecindario. Lo que ofrecen sus impulsores –Magdalena de J. Barrios y Ramos, Juan
Chiguer Vergara, Aurora Edith Elizondo Huerta, Blanca Estela Zardel Jacobo, Armando Trejo Márquez y Horst G. Steinmeyer— es el diseño y facilitación de un proceso participativo que involucre tanto a autoridades como a la sociedad civil, mediante una metodología internacional conocida como Future Search.
El planteamiento parte de un principio ético contundente: “No queremos administrar el recinto. No queremos diseñar ni co-diseñar actividades concretas que pasarán dentro de la casa. Tampoco queremos recursos públicos”. Lo que proponen es organizar un encuentro colectivo entre los actores involucrados —vecinos, gestores culturales, especialistas en patrimonio, académicos, funcionarios— para construir de forma conjunta una visión compartida del uso del inmueble. Ese encuentro, calculan, podría celebrarse en el Instituto Mora o el Audiovideorama del Parque Hundido, durante un fin de semana, y dar como resultado un “denominador común” que sea punto de partida legítimo y plural para programar actividades culturales con sentido social.

La metodología Future Search, desarrollada en los años noventa y aplicada en más de 40 países, permite reunir a distintos actores sociales para crear visiones comunes, incluso cuando tienen intereses divergentes. La propuesta consiste en organizar un taller de un día y medio, con una sesión sabatina y otra matutina el domingo, en el que se convoquen a colectivos culturales, cronistas de barrio, universidades, instituciones públicas y vecinos. A partir del “denominador común” que surja, podrían diseñarse actividades culturales auténticamente ligadas al entorno: presentaciones de libros, talleres de escritura, jornadas poéticas y espacios de diálogo intergeneracional.
Los impulsores no piden financiamiento, ni cargos, ni figurar en ningún órgano administrativo. No quieren administrar el lugar ni ser quienes decidan qué debe hacerse ahí. Su gesto —insisten— es estrictamente ciudadano, motivado por la convicción de que un inmueble con ese valor simbólico no puede quedar al arbitrio de decisiones verticales o usos privados disfrazados de eventos culturales.

La casa, aunque no fue lugar de residencia habitual de Octavio Paz, sí está vinculada de manera íntima con su madre, y por tanto con su biografía familiar. Según fuentes periodísticas y testimonios documentados, Paz visitaba ese hogar en sus regresos a México tras años como diplomático, escritor y conferencista. Y aunque el inmueble no está catalogado formalmente como patrimonio, su carga simbólica es evidente, no sólo por la conexión con el Nobel de Literatura, sino por el entorno urbano en que se encuentra: una colonia nacida en la década de los cuarenta como expansión residencial de Mixcoac, el pueblo que marcó la infancia de Octavio Paz y su primer contacto con la poesía.
Mixcoac: la infancia, los libros, el silencio
Aunque Paz nació en la colonia Juárez en 1914, su infancia se desarrolló en Mixcoac, en la casa de su abuelo Ireneo Paz, un liberal porfiriano que dirigía la Revista de México. Esa casa estaba ubicada en lo que hoy es la Plaza Valentín Gómez Farías, y era un espacio con jardines, biblioteca y recuerdos decimonónicos que marcaron al joven Octavio de forma definitiva. En su ensayo autobiográfico Itinerario, Paz recuerda: “Mi primer escrito, niño aún, fue un poema; desde esos versos infantiles, la poesía ha sido mi estrella fija”.
También en Mixcoac estudió en el Colegio Williams. Fue ahí donde vivió un episodio revelador que describió como la primera vez que sintió el llamado de la poesía. Caminando después de clases, se detuvo un instante y miró el cielo entre dos nubes. “Me sentí en el centro del mundo. Conocí el entusiasmo y, tal vez, la poesía”, escribió más tarde.
Para Paz, Mixcoac era un pueblo con casas del siglo XVIII y XIX, con zaguanes profundos y calles cubiertas de bugambilias, donde la modernidad aún no había borrado la textura del tiempo. En múltiples textos y entrevistas, el poeta evocó ese lugar como su origen emocional, su primera patria simbólica. La colonia Nochebuena, vecina directa de Mixcoac, emergió más tarde, a mediados del siglo XX, como una extensión urbana de aquella zona fundacional, y es ahí donde doña Josefina Lozano habitó la casa que hoy los vecinos buscan rescatar.
Una de las evocaciones más sentidas la dejó Paz en su poema “Epitafio sobre ninguna piedra”:
Mixcoac fue mi pueblo: tres sílabas nocturnas,
un antifaz de sombra sobre un rostro solar.
Vino Nuestra Señora, la Tolvanera madre.
Vino y se la comió. Yo andaba por el mundo.
Mi casa fueron mis palabras, mi tumba el aire.
Una casa como territorio de memoria
La casa de Nochebuena fue cuidada durante más de 40 años por la familia de Antonio Piña, jardinero de los Paz. Allí crecieron sus hijos y nietos, hasta que en marzo de 2024 las autoridades capitalinas ejecutaron un desalojo. La Secretaría de Cultura local informó que el predio pasaba a manos del gobierno de la Ciudad de México como bien recuperado, pero no anunció un plan concreto para su conservación o aprovechamiento cultural. Desde entonces, el inmueble permanece cerrado, con signos visibles de deterioro en la herrería, el techo y las ventanas. Por dentro, según relataron los vecinos que conocieron la casa, hay amplios ventanales, una biblioteca en el segundo nivel, un jardín trasero con bugambilias, y una sala que aún conserva el piso original de los años 50.
La incertidumbre sobre su destino motivó al grupo de vecinos a actuar. Lejos de reclamar derechos sobre la propiedad, su propuesta insiste en el respeto al proceso legal y a las autoridades, pero exige una cosa: participación. “Este posicionamiento es nuestro marco de referencia para cualquier actividad, sea en la interacción con las autoridades o en la comunicación en social media”, se lee en el documento.
Poco se ha escrito sobre doña Josefina Lozano, la madre de Octavio Paz. En la memoria del poeta aparece como una figura silenciosa, protectora, afectuosa. Paz escribió que su madre le dio la ternura, mientras su padre, que los abandonó cuando él tenía apenas cinco años, le dio el silencio. En esa dualidad —ternura y silencio— se cifró buena parte de su sensibilidad poética.
Rescatar la casa de Josefina Lozano no es sólo un gesto urbano. Es, sobre todo, un acto de memoria: un intento de hacer convivir la historia con la ciudadanía, la palabra con el barrio. Un espacio que, sin convertirse en mausoleo, permita que la comunidad dialogue con su pasado y reimagine su futuro.
Porque hay casas que se habitan, pero también casas que nos habitan. Y algunas, como esta, pueden ser un puente entre el poeta y el pueblo. Un lugar para recordar que la cultura no es una institución: es una conversación. Y que esa conversación, como la poesía, siempre empieza mirando al cielo entre dos nubes.
