“En cuanto me desperté corrí hacia el artificial pino y descubrí que entre todos los regalos había varias cajas rectangulares con tarjetas a mi nombre”.
POR PATRICIA VEGA
¿Cuándo y cómo supieron que Santa Claus era un personaje ficticio y que, en realidad, eran nuestros papás y mamás quienes antes del amanecer del día 25 de diciembre colocaban, de manera secreta, regalos bajo el árbol de navidad?
Yo lo descubrí en la ciudad de Tijuana, tendría unos cinco años cuando cursaba el segundo año de la educación primaria. En el camión escolar no faltó la niña que, siendo mayor que yo, acabó de un tajo con mi credulidad al espetarme una frase demoledora: “¡Santa no existe, lero-lero!”.
Todavía recuerdo que cuando llegué a casa iba anegada por un mar de lágrimas. Mis propios papás me habían mentido a pesar de que casi todos los días las monjas de la escuela nos aleccionaban sobre la maldad de decir mentiras. Gran contradicción: desde ese momento me topé con la paradoja imbricada en el proceso de “hacerse grande”; es decir, de aprender a lidiar y convivir con mentiras de todos tamaños y sabores. Y así, casi sin darme cuenta, ese sabor agridulce fue sustituido por un reconocimiento a mis padres por el esfuerzo sostenido para no ser descubiertos por una niña metichona.
Una de las últimas navidades en las que todavía creía, ingenuamente, en la mágica omnipresencia de un barbudo y sonriente Santa Claus –es así como le llaman en gringolandia— en un trineo cargado de regalos y a remolque por renos voladores ocurrió en la ciudad San Diego, California, ubicada en el otro lado de la frontera entre México y Estados Unidos.
Y ahí sí –en los primeros años de la década de los sesenta– que mi mamá se voló la barda. Mis padres vivían ya inmersos en su proceso de separación por “diferencias irreconciliables”. Supongo que mi mamá no quiso pasar la Navidad en Tijuana con la única compañía de su pequeña hija. La casa familiar lucía triste sin los típicos adornos navideños. En medio de la ruptura, mi madre no había tenido el ánimo para dedicarse a los menesteres decorativos de la temporada, por lo que decidió aceptar la invitación de unas buenas amigas para cenar en otro lado.
Me enteré de sus arteros planes cuando nos subimos al auto para cruzar la frontera. Una incertidumbre angustiante me cerraba la garganta: cómo le iba a hacer Santa Claus para saber que no pasaríamos esa noche en casa y, más aún, que estaríamos a varios kilómetros de distancia e incluso en un país distinto al nuestro.
En esos momentos no había manera de convencerme para dejar de llorar y así me la pasé durante todo el trayecto hasta que me quedé dormida en el auto. Al llegar a casa de sus amigas, ya en el otro lado, mi mamá me despertó para entrar a un territorio comercialmente perfecto y muy a tono con la época navideña: árbol artificial con nieve más artificial todavía y cargado con esferas y focos de colores; los tradicionales christmas carols songs en inglés –Hoooly night, Siiileent night…–, muchos Santas con renos por todos lados, medias colgadas frente a una chimenea también rete artificial y una cena con un pavo al horno como elemento central.
A mi mamá sus queridas amigas le facilitaron una tarea que entonces adquiriría tintes titánicos: olvidar la ausencia del padre y convencer a una angustiada niña de que todo estaba bien porque como para Santa Claus no había imposibles, él ya estaba enterado de mi nueva dirección provisional y no necesitaba de ningún mapa para llegar. Las bondadosas y convincentes amigas de mamá me retaron a comprobarlo al despertar a la mañana siguiente.
Todavía me faltan palabras para comunicar de una manera vivaz la sensación de anticipación que viví la noche del 24 para amanecer el 25 de diciembre de ese año. En cuanto me desperté corrí hacia el artificial pino y descubrí que entre todos los regalos había varias cajas rectangulares con tarjetas a mi nombre.
¡Santa lo había logrado!
Rasgué las envolturas con gran ansiedad y descubrí en que dentro de las cajas había varias muñecas Barbie muy de moda y que habían sido creadas en 1953 por Ruth Mosko, apenas cuatro años antes de mi nacimiento. No niego que durante los primeros años de mi infancia fui víctima de la publicidad al ignorar por completo que la versión gringa de Santa Claus había sido popularizada por la también gringuísima marca Coke.
El remedio llegó cuando mis papás me trajeron a vivir a la Ciudad de México con sus tradicionales tres Reyes Magos, que cada año llegaban a la capirucha del país con todo y pesebres para celebrar el nacimiento del niño Jesús con la promesa de buen comportamiento y renovación espiritual.
El cambio de tradición no fue rápido ni sencillo, pero me acostumbré a escribir cartas a los Reyes Magos con reseñas de mi buen comportamiento a lo largo del año y a esperarlos en casa –también cargados de regalos–, durante la madrugada del 6 de enero. También aprendí a partir la rosca de pan –acompañada con chocolate– y a “levantar” de su pesebre al niñito Jesús para vestirlo el 2 de febrero, la misma fecha en la que celebramos el Día de la Candelaria con unos ricos tamales que refrendan el aspecto sincrético de la peculiar tradición cristiana que se practica en México.
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