Cosmos verde

Santa María. Los árboles y el kiosco. Foto: INAH / Facebook
En el acervo cultural de la humanidad, el árbol protagoniza lo mismo elevadas creaciones artísticas que episodios o referencias históricas.
POR ALEJANDRO ORDORICA
Nací en una colonia pletórica de árboles, aunque no sólo me refiero a los que estaban plantados, firmes y frondosos, sino al nombre de sus calles.
Para empezar, debo ubicar un par de sitios donde transcurrió mi niñez: el primero, propiamente mi cuna, en un edificio que se ubicaba entre las calles de Sabino y Naranjo, y que fue derrumbado cuando se construyeron los ejes viales de Hank González, siendo regente del entonces Distrito Federal; y el segundo, mi domicilio durante veinte años cuando mis padres se cambiaron a otro inmueble, justamente localizado en la calle de Fresno 128 casi esquina con Mirto, dirección que me inculcaron prioritariamente para que la supiera y precisara frente a cualquier eventualidad que se presentara. Con el tiempo, conforme me adentré en esas inmediaciones, debí agregar otros datos a la memoria: las calles de Cedro, Pino, Ciprés, Nogal o la del Chopo, tan entrañable e inolvidable, pues ahí conocí en los primeros años de vida el Museo de Historia Natural, ahora convertido en todo un centro cultural de la UNAM, que privilegia espacios para las expresiones propias de la contracultura. A la vez, llegué a preguntarme si habría algún barrio o zona en nuestra ciudad capital, en su tan extendida y ominosa plancha gris, que conllevara simbólicamente la bandera ecológica e izada como en la colonia Santa María la Ribera. Tal procedencia, me recordó también insistentemente que nadie, de una u otra manera, escapa de la buena sombra existencial de los árboles, de su oxígeno, de sus frutos, es decir, de la sobrevivencia misma de nuestra especie.
E igual, que cada uno de nosotros procede de un propio árbol genealógico, de una primera y reconocible pareja que son nuestros tatarabuelos, de quienes a su vez se desprenden vastos y complejos ramales; o con un sentido más retrospectivo, según la ciencia, provenimos de nuestros ancestros africanos, o de acuerdo al Génesis Bíblico, del apareamiento de Adán y Eva. Pero más allá de esas interpretaciones o creencias, en el acervo cultural de la humanidad, el árbol protagoniza lo mismo elevadas creaciones artísticas que episodios o referencias históricas. Ahí están, dentro de un listado enorme, las pinturas espléndidas de Durero, Cranach, Klimt, Monet o Mondrian; la música de concierto o canciones populares, se trate de Los Bosques de Viena, o aquí entre nosotros, de dos arbolitos; y no se diga en la literatura que presto evoco a Octavio Paz con Árbol adentro, a Milton y El paraíso perdido o a Chéjov y El jardín de los cerezos; sin olvidar a nuestros artesanos, cuyas manos talentosas parecen sembrar el barro y concebir Árboles de la Vida, llenos de reminiscencias del paraíso y el infaltable dúo progenitor, siempre acosado por la serpiente de las tentaciones, encarnadas en la manzana del conocimiento. En fin, un listado gozoso que primariamente incluye a la naturaleza, bien nos refiramos al milenario árbol de Tula, en Oaxaca, cuyo tronco inabarcable no cabe en un abrazo y hasta parece dar la vuelta al mundo. O en el caso de un laurel de la India, mejor conocido como Laureano, felizmente enraizado en la Colonia del Valle, donde lo acuerpa todo un contingente de ciudadanos responsables que lo salvará de las amenazas recurrentes y la voracidad depredadora de tantas desarrolladoras inmobiliarias. En contrapartida, cerca también de nosotros, menciono al árbol de La Noche Triste, en la avenida México – Tacuba, que desde que lo vi por primera vez, en mi adolescencia, se mostraba ya alicaído, reseco y con una apariencia terminal. Y hablando de tristezas, no debemos omitir ni contemporizar con el abultamiento del catálogo de la devastación en nuestro tiempo, ya de visos apocalípticos, pues como todo ser viviente se requiere de pulmones para respirar, mismos que cercenamos como ocurre, en el peor de los ecocidios, derribando miles de hectáreas de vegetación año con año en la selva del Amazonas, tan similar a la destrucción que se registra en nuestros bosques y selvas, peor aún por el proyecto del Tren Maya, talándose grandes extensiones arboladas y contaminando cenotes.
De igual forma, rectificar programas como los que dicen sembrar vidas, y más que árboles, engordan con votos las urnas. Y, corresponsabilizar a los medios de comunicación que ni por asomo despliegan campañas permanentes para sembrar y cuidar a los árboles, vacío que se extiende a las áreas verdes en la ciudad de México, que por lo general muestran el tono opaco del abandono. Hasta cuándo resolveremos el calentamiento global, los ríos contaminados o el abandono del campo y de paso anularemos a aquellos políticos que no pasan de sembrar un árbol, mientras ven a las cámaras de televisión, con una sonrisa ocultando sorna y engañifa.
Reconforta, eso sí, atestiguar las heroicas luchas de ecologistas genuinos que apuntalan la esperanza de que se genere una reacción a nivel mundial y derrotemos a los Atilas contemporáneos, que donde pisan no vuelve a crecer el pasto.