Ciudad de México, noviembre 1, 2025 15:45
Revista Digital Noviembre 2025 Vida

Los cuerpos usados como Laboratorio

Bajo el discurso de la salud pública, el Estado y la medicina adquirieron el poder de administrar quién vive, quién enferma y quién puede ser usado como medio.

POR NADIA MENÉNDEZ DI PARDO

Con la profesionalización de la medicina y la consolidación del hospital-laboratorio, el cuerpo humano pasó a ser objeto de verificación empírica; ese avance metodológico amplió el conocimiento clínico, pero tensó los límites éticos de la intervención médica (Ackerknecht, 1967; Porter, 1997).

En los siglos XVII y XVIII, con el auge de la experimentación y el empirismo, la medicina europea consolidó la noción de que el conocimiento y que el avance del saber debía prevalecer sobre las consideraciones morales que lo limitaban. (Ackerknecht, 1967; Bernard, 1865). Por ejemplo, la anatomía pública, las demostraciones quirúrgicas y los ensayos en enfermos pobres fueron considerados expresiones de progreso, no de crueldad (Ackerknecht, 1967).

En los hospitales parisinos del siglo XIX, los internos se convirtieron en material clínico: su enfermedad era, a la vez, sufrimiento y fuente de datos. (Ackerknecht, 1967). Claude Bernard (1865), padre de la fisiología experimental, escribió que “el médico tiene derecho a experimentar, incluso si causa dolor, siempre que el fin sea útil para la humanidad” (Bernard, 1865). Su frase sintetiza una lógica utilitarista: los “más sacrificables” —pobres, reclusos, enfermos mentales— eran los primeros cuerpos disponibles para la ciencia.

El siglo XX elevó el poder técnico de la medicina a niveles sin precedentes. Vacunas, antibióticos, anestesia y cirugía moderna transformaron la salud pública, pero también generaron un nuevo dilema: ¿hasta dónde puede llegar la experimentación humana? (Porter, 1997). Durante las Guerras Mundiales, la biomedicina se entrelazó con los Estados. En la Alemania nazi, médicos del régimen realizaron experimentos atroces con prisioneros: exposición al frío, hipoxia, inyecciones de gasolina y virus (Lifton, 1986).

En Japón, la Unidad 731 probó armas biológicas y practicó vivisecciones (procedimientos quirúrgicos o anatómicos practicados en organismos vivos) en prisioneros chinos y coreanos (Harris, 2002). La racionalidad científica se fundió con la maquinaria del poder: el cuerpo humano se volvió un campo de batalla experimental. El Código de Núremberg (1947) surgió precisamente de estos crímenes, estableciendo por primera vez que “el consentimiento voluntario del sujeto humano es absolutamente esencial” (Nuremberg Code, 1947).

Pero este principio —aunque adoptado formalmente— no detuvo las prácticas abusivas. En 1932, el Servicio de Salud Pública de EE. UU. (USPHS) inició el Estudio de Sífilis en Tuskegee, observando durante cuarenta años a hombres afroamericanos pobres sin ofrecerles tratamiento. Cuando la penicilina ya curaba la enfermedad, se les siguió negando la terapia para “no alterar los datos.” (Reverby, 2011; Jones, 1993).

Poco después, entre 1946 y 1948, el mismo servicio realizó en Guatemala un estudio aún más grave: infectar deliberadamente a más de 1,300 personas con sífilis, gonorrea y chancroide —sin su consentimiento— para evaluar profilaxis y pruebas diagnósticas (Presidential Commission, 2011; Rodríguez & García, 2013; Reverby, 2011). Soldados, prisioneros, pacientes psiquiátricos, trabajadoras sexuales y niños institucionalizados fueron utilizados como “material biológico”. Los informes internos reconocían la imposibilidad de obtener consentimiento y justificaban el daño con fines científicos (Presidential Commission, 2011).

El historiador Paul Lombardo (2019) resume ambos casos como una misma práctica institucional: la idea de que algunos cuerpos valen menos para la investigación biomédica (Spector-Bagdady & Lombardo, 2019). En ambos, el doctor John C. Cutler participó activamente, mostrando la continuidad de una cultura de experimentación sin ética (Reverby, 2011).

Durante la Guerra Fría, el deseo de control se amplió: la ciencia no sólo buscaba curar, sino dominar la mente y el cuerpo. El Proyecto MK-Ultra (CIA, 1953–1963) exploró drogas psicotrópicas, hipnosis y tortura psicológica en sujetos desprotegidos (Marks, 1979; Kinzer, 2019). El Departamento de Energía de EE. UU. inyectó plutonio y uranio a pacientes hospitalizados para estudiar la radiación. (Welsome, 1999). En Inglaterra y Canadá, niños de escuelas públicas fueron expuestos a comida radioactiva con fines nutricionales (Welsome, 1999). Estos estudios se mantuvieron clandestinos durante décadas, protegidos por la justificación del “interés nacional” (Marks, 1979; Welsome, 1999).

Al hacerse públicos todos estos experimentos, de los que se tiene conocimiento, su revelación evidenció lo más duro: si la ciencia se subordina al poder, deja de cuidar a la población y la trata como terreno de ensayo. Los patrones se repiten. Las víctimas de la experimentación pertenecían a poblaciones marginales: pobres, presos, minorías étnicas, enfermos mentales, huérfanos, soldados. (Faden & Beauchamp, 1986). Faden y Beauchamp (1986) explican que la ausencia de autonomía —no poder decidir sobre el propio cuerpo— fue históricamente aprovechada por las instituciones científicas.

Michel Foucault (1976) llamó a este fenómeno biopoder: la gestión política de la vida. Bajo el discurso de la salud pública, el Estado y la medicina adquirieron el poder de administrar quién vive, quién enferma y quién puede ser usado como medio.

En este sentido, los cuerpos de Guatemala, Tuskegee o Dachau son equivalentes: todos fueron cuerpos administrados por otros. Las respuestas y las reacciones a este pasado fue lenta pero decisiva. El Código de Núremberg (1947) marcó el punto de partida; la Declaración de Helsinki (1964) de la Asociación Médica Mundial consolidó el consentimiento informado como principio universal; y el Informe Belmont (1979) formuló los tres principios fundamentales —Respeto por las personas, Beneficencia y Justicia—, mientras que Beauchamp & Childress (1979) sistematizaron cuatro principios de bioética —Autonomía, Beneficencia, No maleficencia y Justicia— (Nuremberg Code, 1947; WMA, 1964; National Commission, 1979; Beauchamp & Childress, 1979).

Estos marcos legales no sólo regularon la investigación médica: también inauguraron la bioética como campo reflexivo sobre los límites del poder científico. Aun así, la distancia entre norma y práctica persiste. Escándalos contemporáneos —como la experimentación con vacunas sin consentimiento en África o los ensayos de edición genética en China— muestran que el laboratorio humano no ha desaparecido, solo se ha desplazado. (Stephens, 2000; Cyranoski & Ledford, 2018). Los experimentos del siglo XX dejaron heridas profundas. En Guatemala, las víctimas nunca recibieron reparación adecuada (Presidential Commission, 2011).

En Tuskegee, las indemnizaciones tardaron más de 25 años en concretarse (Jones, 1993). Pero el daño simbólico fue mayor: desconfianza social hacia la medicina y el Estado. Reverby (2011) señala que estos casos demostraron que “la ciencia no falla por ignorancia, sino por arrogancia” (Reverby, 2011). La bioética nació como respuesta a esa arrogancia. Sin embargo, la conciencia ética requiere algo más que comités: exige una cultura de respeto al sufrimiento ajeno. La investigación científica —como toda forma de poder— debe recordar que el conocimiento no redime la crueldad.

A lo largo de la historia, los humanos hemos convertido a otros humanos en instrumentos del saber. La respuesta depende de nuestra capacidad de mantener viva la memoria de los que fueron usados y silenciados. Porque, como escribió el filósofo Hans Jonas (1984), “el poder de la ciencia sobre la vida humana exige una nueva ética del temor: el temor de dañar lo que no se puede reparar”.

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