Día Internacional de los Pueblos Indígenas
El calendario marca el 9 de agosto como el Día Internacional de los Pueblos Indígenas. Fecha que en nuestro país cobra relevancia por la innegable riqueza de civilizaciones que florecieron, etnias que viven en el territorio nacional y a contrapelo de los esfuerzos “modernizadores” emprendidos desde el entramado institucional.
La realidad plantea una discordancia. Los discursos oficiales, que se suceden año tras año en fechas como la citada, apelan al tono de “conceder” existencia e “integración” a determinadas poblaciones en un proyecto de país que distan mucho de construir. Se parte de la idea vertical de colaborar en un desarrollo que, quizá valga la pena pensar, tal vez ni siquiera sea una demanda concreta.
Lo anterior nos lleva a retomar el texto intitulado México profundo, escrito por el antropólogo mexicano Guillermo Bonfil Batalla (Ciudad de México 1935), donde se expone una condición objetiva en etapa de crisis desde hace 30 años: el fracaso completo del modelo de crecimiento impuesto por el “México imaginario”.
La obra establece que el país profundo descansa en los barrios, pueblos, aldeas, comunidades, al margen de cualquier posibilidad verdadera de ejercer el derecho a realizar elecciones conscientes de vida. El otro, el imaginario, es el dominante, irreal, sin raíces, que copta, que avasalla, que coloniza de manera interna, en una segunda etapa que marginó las otras visiones, las no desarrollistas ni acumuladoras.
Bonfil Batalla amplía la manera en que observamos nuestro “nosotros”, donde como práctica cotidiana de cultura nacional que data de siglos, arraigada en múltiples sectores urbanos, existe aún un “ellos” y que es preciso señalar:
“La razón es simple y una sola: los grupos sociales que han detentado el poder (político, económico, ideológico) […] han sostenido siempre proyectos históricos en los que no hay cabida para la civilización mesoamericana […] que solo concibe el futuro (el desarrollo, el progreso, el avance, la Revolución misma) dentro del cauce de la civilización occidental.
[…]
La presencia de dos civilizaciones distintas implica la existencia de proyectos diferentes. […] los proyectos de unificación cultural nunca han propuesto la unidad a partir de la creación de una nueva civilización que sea síntesis de las anteriores, sino a partir de la eliminación de una de las existentes (la mesoamericana, por supuesto) y la generalización de la otra”.
La amplia cita vale para corroborar el momento complejo que enfrentan los pueblos originarios al contrastarla con un fragmento del discurso que pronunció el titular del Ejecutivo Federal durante un evento en Chiapa de Corzo, Chiapas, el pasado 7 de agosto del año en curso y con motivo del Día Internacional de los Pueblos Indígenas.
“Ustedes son la inspiración de todo un pueblo, que es el pueblo mexicano, que quiere alcanzar bienestar, prosperidad, desarrollo, oportunidades para cada uno de los integrantes de esta gran colectividad, de esta gran sociedad. Pero lo único que nos va a permitir que esta sociedad y sus integrantes tengan esas oportunidades es generando riqueza, generando desarrollo; impulsando los cambios que hagan posible que más miembros de esta colectividad, particularmente indígena, se incorpore al desarrollo”.
La historia de las naciones requiere algo más que la simpleza tecnócrata del costo-beneficio. Los pueblos indígenas enfrentaron y enfrentan una modernización que no necesariamente les permite ser libres. La racionalidad impuesta generó el México de hoy, donde asoma como indispensable un proceso de decolonización que haga de la pluriculturalidad transmoderna la condición necesaria, fundamental, sine qua non para construir una verdadera sociedad, con altos grados de sociabilidad y que destierre el fetiche de la vuelta al pasado paternalista como alternativa ante la globalidad que no espera.
Ninguna condición objetiva es producto de la casualidad. Por ello es deseable modificar, por sano comienzo, la forma en que pensamos lo indígena. Abordarlo un día marca límites, genera discursos que perecen y desaparecen.
Es tiempo de cambiar y colocar a los pueblos como referencia común, con capacidad de impactar significativamente en las decisiones de índole nacional, autónomos y no como sujetos de inclusión en visiones desarrollistas y donde a cada “reivindicación” sigue mayor control.