Dos años de relatos juarenses
Oswaldo Barrera en el castillo de Coca, en Segovia. Foto: Francisco Ortiz Pardo
“Nos hemos convertido en el personaje principal y también el narrador de ese capítulo de la existencia propia o ajena, pero que hemos hecho nuestra, arrogada sin contemplaciones para que no quede expuesta al olvido”.
POR OSWALDO BARRERA FRANCO
El Diccionario de la lengua española recoge tres acepciones para el vocablo relato. Opto por las dos primeras y me abstengo de emplear la última: “Reconstrucción discursiva de ciertos acontecimientos interpretados en favor de una ideología o de un movimiento político”, que de ideologías y politiquerías ya hemos tenido mucho en los últimos meses. Me gusta más la idea, simple y llana, del relato como una forma de “dar a conocer un hecho”, según el mismo diccionario en la entrada para el verbo relatar.
Así entonces, ¿qué queremos dar a conocer cuando elaboramos un relato? Por alguna razón consideramos importante participar a otros de algún acontecimiento del que hemos formado parte o del que hemos sido testigos, porque creemos que puede ser de interés para los demás, aunque no nos conozcan en persona ni compartan el mismo contexto con nosotros, ya sea espacial o temporal; de igual manera, a uno le puede resultar atractivo conocer las experiencias, con su dosis de humor o tragedia, que viven otras personas con las que ni siquiera hemos intercambiado una sola palabra. Somos extraños en un océano de posibilidades narrativas para compartir. Ésa es la magia del relato, ya que éste va dirigido a conocidos y desconocidos por igual, con quienes, por medio de la narración de sucesos y la transmisión de ideas y conocimientos, establecemos un vínculo invisible pero perdurable.
Al relatar, de pronto somos más que los protagonistas o testigos de los acontecimientos, queremos ser también los cronistas de lo sucedido, para explicar, desde nuestra muy peculiar perspectiva, por qué tal o cual hecho merece quedar registrado en palabras por quien, como se dice, tiene los pelos de la burra en la mano, y entonces podamos afirmar que algo “así sucedió”. No interpretamos, no adivinamos ni sugerimos, sino que exponemos tal cual lo que nuestra mente registró de un momento determinado y que, según la forma de ver y medir las cosas de cada quien, puede haber representado un parteaguas en la vida misma del o de los involucrados.
Nos hemos convertido en el personaje principal y también el narrador de ese capítulo de la existencia propia o ajena, pero que hemos hecho nuestra, arrogada sin contemplaciones para que no quede expuesta al olvido. Lo ocurrido fue así porque, cual decreto, lo vivimos y no tenemos reparo en mostrarlo. Es nuestra verdad, relativa pero de absoluta certeza para nosotros. Ésta es importante porque así lo hemos considerado y nuestra palabra vale, si no para que los extraños nos lean y crean lo que hemos relatado, sí para uno mismo, porque sólo faltaría que ni en nuestra palabra pudiéramos confiar, ¡qué absurdo!
Además, admitámoslo, a la mayoría nos gusta compartir con los demás aquello que nos pasa cuando el día a día nos obliga a formar parte, lo queramos o no, de aquello que se nos pone enfrente, ya sea la dificultad de pararnos temprano por la mañana después de una noche agitada o la satisfacción de llevar a cabo una actividad placentera que planeamos con antelación, o la sorpresa y el miedo súbito luego de ver que alguien estuvo a punto de ser atropellado por cruzar la calle de forma imprudente; todo puede ser un motivo válido para guardar en la memoria lo atestiguado y las emociones que nos hizo sentir, para después, en un ejercicio de compartición voluntaria (por parte del oyente o lector), presentar toda una historia, de épicas proporciones incluso, con la intención de atrapar el interés de nuestros interlocutores.
Luego de este amplio preámbulo, ahora sí procedo a relatar cómo es que he llegado a estas reflexiones en las páginas de Libre en el Sur.
Son dos años ya de contribuir mensualmente con alguna disertación, diatriba o descripción de aquello que he tenido la fortuna de contemplar o advertir sobre los más variados temas, y que me ha llevado a dejarlos plasmados en líneas y párrafos. Gracias a la amable invitación de mi querido Paco Ortiz Pardo a colaborar en esta publicación, luego de un optimista texto en tiempos pandémicos y de una exhortación a la mágica realeza a finales de 2021, he tenido la oportunidad de hablar de mi fascinación por la luz otoñal o de describir los estilos y la historia de siete iglesias representativas de la Benito Juárez. Entre lo más satisfactorio que he escrito, me permití rememorar uno de los veranos más significativos de mi vida, cuando fui alfabetizador, a los 17 años, en una comunidad de Puebla, y también tuve la oportunidad de recordar gratos momentos con mi padre apenas un mes antes de que falleciera a finales del año pasado, tras una larga despedida, así como recordar con agrado mis primeros pasos como residente de esta demarcación, luego de vivir aún más al sur en esta ciudad de lo que el título de esta revista presume.
Así que, en una conmemoración más por la independencia de México, con 250 números de esta revista y dos años de colaboración continua en ella, mes con mes, celebro que pueda compartir con quienes me quieran leer la oportunidad de ser el narrador de mi propio camino.