Los duendes del amor
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“Me convertí en la niña de clase que sólo habla con los chicos. No me costó mucho, la verdad. A la primera semana ya estaba corriendo de un lado para otro, jugando a las peleas, metiendo goles en los partidos de fútbol y haciendo creer a todos los niños que mi nombre real era Ale y no Alejandra”.
POR ALEJANDRA OJEDA
De chiquitita, como siempre he llevado esto del lesbianismo muy adentro, me iba enamorando de amigas allí por donde pasaba. El primer recuerdo que tengo es posible que haya sido alrededor de los siete años. Me gustaba una niña de mi clase, era muy valiente y echada palante. Tenía una casa enorme con billar, mesa de pin pong y piscina. Ella siempre estaba hablando con los chicos, jugaba al fútbol y trepaba todos los árboles que había en el patio.
Tenía la voz dura y ronca, y en el hipotético caso de que hablase bajo, siempre tenía a alguien pegado a la espalda dispuesto a escucharla –yo la primera, por supuesto–. Mientras tanto, de mi boca sólo salían pequeños suspiros, como una princesita con miedo a que el príncipe azul llegara a despertarla. En mi casa siempre estaba con la misma cantinela, que si Paula hizo esto, que si hizo lo otro. El recuerdo más espantoso que tengo fue cuando, en su cumpleaños, me subí al pupitre para cantarle Yo te esperaré de Cali y el Dandee delante de toda mi clase.
Pero, desgraciadamente, la vida separó nuestros caminos, aunque la imagen de mi platónica amada no se me quitaba de la cabeza. La mente de una niña sin referentes lésbicos interpretó todo este embrollo como una suerte de envidia y admiración. Así que, cuando mis padres me cambiaron de colegio, decidí adoptar su personalidad: recoger toda mi masculinidad, hacerla una bola gigante, masticarla y hacer con ella una bomba de chicle lo suficientemente grande para que al explotar se quede impregnada a mi cuerpo y nunca jamás nadie pueda obligarme a quitármela.
Me convertí en la niña de clase que sólo habla con los chicos. No me costó mucho, la verdad. A la primera semana ya estaba corriendo de un lado para otro, jugando a las peleas, metiendo goles en los partidos de fútbol y haciendo creer a todos los niños que mi nombre real era Ale y no Alejandra. Ellos también me adoraban, a muchos les gustaba pero yo les decía “soy muy joven para tener novio” y ellos me prometían que me esperarían hasta el fin del mundo.
Por supuesto, me volví a obsesionar con otra niña, una de las mayores del colegio. En clase siempre estaba con el pelo recogido en un chongo y le eeeencantaba el fútbol. Yo la miraba siempre de reojo, evitando que se diese cuenta, e imitaba su forma de andar, de chocar la mano, de sentarse y reírse. Un día me fijé en que ella, al igual que los chicos, también llevaba bóxers. Le quedaban un poco por encima de los pantalones y cada vez que levantaba los brazos se le veían. “Las chicas no pueden llevar bóxers”, mi mente explotaba: “14s ch1c4s n0 pu3d3n 113v4r b0x3rs”.
Al salir del colegio, le hice la misma pregunta a mi madre. Ella, después de una pausa, me dijo: “Sí… aunque seguro que para nosotras son incómodos, ahí falta algo que rellenar”. Con la duda, en la tarde, muy silenciosamente, abrí las puertas del armario de mi padre, desplegué el cajón de la ropa interior y saqué unos enormes bóxers. Corrí a probarmelos en el baño y cuando me miré en el espejo, sentí como unos duendes del amor me tiraban de los órganos, jalaban y jalaban con fuerza, todos juntos, uno, dos y… ¡querían sacárme el intestino por la boca! Rápidito rápidito me reajusté las tripas para dentro.
Por la noche, los escondí detrás de la cabecera de mi cama, y, al día siguiente, me los puse debajo del uniforme del colegio. Me quedaban demasiado grandes, así que les tuve que anudar una parte del elástico de la cadera con un coletero y tener cuidado durante todo el día para que aquel bultito no fuera visto por nadie. Lo único que recuerdo de ese momento es realmente pensar y sentir que el aire era mío ¿De quién iba a ser si no? Mío, mío y mío, ¿Por qué? Porque llevaba bóxers. El aire es comestible y yo lo devoro, soy más grande que las nubes así que salto de una a otra y soplo y creo más nubes y más grandes para que mis amigos también puedan saltar conmigo. Hago un pino y un mortal y todos me miran y les encanto. Saben que llevo bóxers.
Un día, para jugar un partido de fútbol en el recreo, nos pusieron a la nueva Paula y a mí en el mismo equipo. Cuando nos escogieron, mi frente se puso fría como un cubito de hielo, las manos me temblaban, se movían solas como si miles de duendes del amor hubieran entrado en pánico en mi interior por no saber si lo mejor era meterlas en los bolsillos, colocarlas en jarras en las caderas o recrear la forma de corazón y declararse definitivamente.
Al escuchar el silbato, mis piernas empezaron a moverse sin que mi cerebro les encomendara ninguna función. Veía nublado, la portería estaba demasiado lejos y de los 12 miembros de mi equipo, yo sólo me acordaba de una. La pelota no me rozó ni un sólo segundo –creo que me pasé los primeros 20 minutos corriendo por la banda, atrás, alante, atrás alante, celebrando y sufriendo los goles de ambas partes–.
Pero en un momento, mi amigo Víctor me pasó el balón y justamente el portero estaba bastante adelantado así que de un momento a otro la nueva Paula estaba corriendo hacia mí gritando ¡goooool!, con los brazos abiertos y la espalda ligeramente encorvada. Me abrazó y me levantó en peso gritando de alegría. Luego vinieron todos mis amigos e hicieron lo mismo. Por dentro, cada rinconcito de mi cuerpo estaba tiritando de alegría, y los duendes del amor se me empezaron a salir por los agujeros de las orejas, la nariz y el ombligo.