Libre en el Sur

EN AMORES CON LA MORENA / El Metro de la impunidad

Voy en el metro, ¡qué grandote,
rapidote, qué limpiote!
¡Qué deferencia del camión
de mi compadre Jilemón
que va al panteón!

POR FRANCISCO ORTIZ PARDO

La referencia a las crónicas urbanas del gran Chava Flores es para recordar aquellos tiempos en que efectivamente el Metro de Ciudad de México era uno de los mejores del mundo. Paradójicamente, se trata de uno de los legados más importantes de los tiempos oscuros del priísmo, cuando los capitalinos ni siquiera teníamos derecho a elegir a nuestros gobernantes. Había un regente, que dependía directamente del Presidente de la República, todo poderoso.

Fue una época en que estaba prohibido de facto traer el pelo largo, pues uno se exponía, por rocanrolero que fuera, a ser tomado –y abusado– como delincuente por los judiciales o los policías capitalinos adscritos al régimen corrupto y terrorífico de Arturo Durazo Moreno. A un escritor, amigo cercano de la familia, lo interceptaron “por tener facha de activista”. Pasaron muchos años para que el término “activista” se convirtiera en lo que hoy es, un orgullo de quien hace algo en favor de la gente.

Pero el Metro era otra cosa. Recuerdo cuando de niño me trepaba con mi tía Elvira, que me llevaba al Castillo de Chapultepec o al Museo de Antropología, en verdaderos viajes que se sentían largos y emotivos. Transbordábamos en Pino Suárez, donde ya de por sí era una sorpresa encontrarse con la pequeña “pirámide” azteca que quedó resguardada después de ser descubierta justamente cuando se construyó la Línea 1 del “Sistema de Transporte Colectivo”.

Los vagones estaban impecables, con asientos ¡acojinados! Era impensable que alguien se atreviera a romper la cobertura de vinil azul o que rayaran los vidrios, contra las escenas que uno encontraba en las películas sobre las bandas juveniles de Nueva York. Los convoyes aún no eran tomados por el ambulantaje y, si bien es cierto que se hablaba de que a las afueras de las estaciones había malandros –según a donde se llegara, claro está— prácticamente los subterráneos y los andenes eran el mayor resguardo en la ciudad.

A raíz de un fatídico accidente en 1975 se instaló un sistema de pilotaje automático para controlar la aceleración y el freno de los trenes. El conductor de uno de convoyes fue sentenciado a 12 años de prisión.

La incómoda Combi que nos llevaba de Coapa al Metro Tasqueña contrastaba con el modelo transporte al que, como decía Chava Flores, no se introducían ni guajolotes ni zopilotes ni huacales… Y, aunque de manera muy aislada hubo accidentes en esos tiempos de los setenta y los ochenta, se tenía por un transporte mucho más seguro que los colectivos o autobuses urbanos. Hay que considerar, además, que los sistemas de seguridad de los trenes de las ciudades en el mundo carecían de la tecnología de seguridad con lo que actualmente se cuenta.

El 20 de octubre de 1975 dos trenes de la Línea 2, “la línea azul”, chocaron a la altura de la estación Viaducto. El tren número 10 salió de la estación Chabacano mientras el que tenía el número 8 se encontraba estacionado en la estación Chabacano. El primero, que viajaba a 70 kilómetros por hora, se impactó contra el segundo, lo que causó la muerte de 31 personas y más de 70 heridos.

Aunque en aquellos tiempos no había mayores consecuencias políticas para el gobierno priísta, con una sociedad civil que apenas podía ser llamada así, menguada en sus libertades, y sin la existencia de medios informativos críticos ni redes sociales donde se pudiera denunciar y movilizar, a raíz de aquel accidente fue instalado un sistema de pilotaje automático para controlar la aceleración y el freno de los trenes. Carlos Fernández, el conductor del vagón, fue sentenciado a 12 años de prisión, al considerarse que hizo caso omiso ante la instrucción de frenar.

En toda la ruta de los gobiernos posteriores a las regencias del PRI, emanados de eso a lo que equivocadamente se ha llamado “la izquierda”, no se habían construido más líneas del Metro, con excepción del tramo de la Línea B correspondiente a la ciudad, durante la gestión de Rosario Robles, la otrora Jefa de Gobierno que entró en la segunda parte del mandato de Cuauhtémoc Cárdenas y que hoy es denostada, maltratada y encarcelada por sus viejos aliados.

Fue hasta hace 10 años, en el 2012, cuando por fin un gobierno del PRD inauguró la Línea 12, la misma que colapsó hace justamente un año, la noche del 3 de mayo, dejando 26 muertos. De los testimonios de los liciados –algunos con daños irreparables– ha habido profusa difusión en estos días de aniversario. Hasta ahora, tanto el gobierno de Claudia Sheinbaum como la Fiscalía General de Justicia capitalina, a cargo de Ernestina Godoy, no han culpado a nadie más que a los tornillos mal puestos por los que supuestamente cayó el tramo elevado en la alcaldía Tláhuac. Nadie más: Ni las empresas constructoras, ni los funcionarios que contrataron la obra y dieron el aval al proyecto, ni los directivos del Metro y mucho menos los encargados de su mantenimiento. Nadie.

La Jefa de Gobierno ha optado por compensar daños –y corajes–, no por esclarecer el evento fatídico y hacer pagar a los culpables de las muertes, imposibles de resarcir por lo demás. No lo ha hecho ni como una advertencia para que no vuelva a ocurrir. Ni por las consecuencias político-electorales que le ha traído la desgracia. Ni por los fantasmas de esta Línea 12 que la perseguirán hasta la próxima elección, en la que pretende ser candidata a la Presidencia por el partido oficial. Solo una verdad emerge hasta ahora: El Metro de Morena es más impune que el del PRI.  

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