Ciudad de México, septiembre 16, 2024 10:52
Deportes Revista Digital Agosto 2024

En sus marcas

Nuestro gusto por los deportes puede venir de una memoria colectiva y con la que nos identificamos como miembros de un clan particular, o equipo deportivo, o quizá pretendemos emular los éxitos del mejor guerrero de nuestra tribu.

POR OSWALDO BARRERA FRANCO

Lo confieso, no soy más atleta de lo que soy pintor de cuadros hiperrealistas. Tampoco me incluyo entre esos aficionados que se rasgan la playera cuando su equipo de mil amores, por el que lo han dado todo, queda eliminado, y menos estoy dispuesto a formar parte de las hordas que siguen, más allá del prestigio nacional, a su selección de futbol hasta el fin del mundo. Es más, ni siquiera tengo una playera de mi equipo favorito, no importa si es de futbol americano, beisbol o hockey, y del futbol mexicano mejor ni hablamos. Sólo voy a un estadio si la ocasión lo amerita, a veces más allá de lo deportivo, y soy tan villamelón como cualquiera. Sin embargo, siento un particular interés por todo lo que tiene que ver con los deportes, aun si jamás he formado parte de un equipo o participado en alguna competencia seria.

¿Por qué nos atraen las actividades deportivas, más allá de un tema de salud? ¿Cómo es posible que estemos dispuestos a invertir dinero y tiempo para seguir a atletas o equipos que cuentan con nuestro apoyo incondicional? ¿Por qué ese fervor y las ganas de compartir con otros los éxitos deportivos ajenos?

La actividad física es tan antigua como cualquier expresión artística humana, incluso más. Claro que aquel grupo de cazadores neolíticos no apostaba ni echaba porras para ver quién arrojaba una lanza más lejos para matar un mamut o quién corría más rápido para escapar de algún depredador, o tal vez sí lo hacía y alguno de ellos terminaba sin sus preciadas cuentas o sin su hacha favorita. Como fuera, aquellas primeras habilidades destinadas a la cacería derivaron en una suerte de competencia más allá de conseguir alimento. Es probable que el cazador más diestro, con perdón de los zurdos, el mejor nadador o el individuo más fuerte se convirtiera en alguien muy respetado en su comunidad.

Hay la posibilidad también de que aquellos cazadores se iniciaran y entrenaran mediante juegos en los que competían para ganarse su lugar en las partidas de caza, y también con ello evitar ser víctimas de su propia ineptitud o del fuego amigo, aunque se tratara más bien de flechas o piedras. Luego vino la competencia abierta por la posesión de los recursos, propios y ajenos, y entraron en escena luchadores y guerreros que debían defenderse de y derrotar a contrincantes tan habilidosos como ellos. Se formó así una élite que llegó a liderar clanes, tribus y pueblos, y de ahí naciones e imperios. La guerra desplegaba a los mejores combatientes, los soldados más hábiles, los arqueros más precisos, a fin de avasallar a sus rivales, a veces incluso borrarlos del mapa, y esto era un juego muy serio.

Así entonces, el deporte como un esparcimiento y una actividad comunitaria tiene un origen más bien sangriento y en el que la supremacía de algunos valía más que las vidas de otros. Sin embargo, con el tiempo lo deportivo despertó también otras inquietudes, de índole religiosa o identitaria, al formar parte de rituales y ceremonias cívicas con los cuales determinada sociedad o grupo se identificaba y que, de hecho, llevaban a establecer vínculos estrechos entre los participantes, ya fueran protagonistas o antagonistas. Cuando no hacían la guerra, bien podían reunirse para descargar su exceso de energía y testosterona en competencias organizadas y con un sentido más bien lúdico, quizá religioso.

Con el paso del tiempo, lo deportivo adquirió un carácter incluso sagrado. Se consagraban pruebas y atletas a deidades y acontecimientos históricos. Su simbolismo iba más allá de lo meramente físico, en busca de desarrollar lo más posible la capacidad del cuerpo humano, para trascender a alturas olímpicas en busca del favor divino.

Así que nuestro gusto por los deportes puede venir de una memoria colectiva y con la que nos identificamos como miembros de un clan particular, o equipo deportivo, o quizá pretendemos emular los éxitos del mejor guerrero de nuestra tribu y expresar así nuestra admiración por tan excelsa figura, o por aquel atleta al que, al igual que una estrella de la música o un artista de renombre, seguimos como sus fieles aficionados.

Sí, nunca seré aquel que logre batir un récord mundial ni a quien busquen las marcas como emblema de sus campañas mercadológicas dirigidas a la juventud deportista. Me mantendré tranquilo en las sombras, al otro lado de la pantalla de la televisión o de la computadora, alentando a quienes han hecho del deporte su vida y dejan todo por ello, tras una gloria que, aunque fútil para muchos, no deja de ser un claro ejemplo de nuestra capacidad para superarnos cada vez más, en lo personal y como colectivo, siguiendo valores que enaltecen el trabajo en equipo, la honestidad y la sana competencia.

Por ahora, lo mejor que puedo hacer por el deporte es ponerme unos pants y mis tenis, apagar de una buena vez la computadora y salir a caminar o quizá llevar a inflar mi balón de basquetbol y recordar viejos tiempo en las canchas, cuando lo único que importaba era el juego en sí.

En sus marcas, listos… ¡fuera!

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