Ciudad de México, marzo 30, 2025 17:43
Opinión Oswaldo Barrera Revista Digital Marzo 2025

Felicidad por conveniencia

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¿La felicidad representa lo mismo para un empresario acaudalado que vive en Nueva York que para un humilde pescador en una isla de Indonesia?

OSWALDO BARRERA FRANCO

Mejor no nos pongamos demasiado filosóficos, que luego se encuentra uno atrapado en recovecos sombríos y de difícil salida cuando recurrimos a explicaciones complejas. Porque ponernos a discutir sobre qué demonios es la felicidad, justo a unos cuantos días de la celebración del Día Internacional de la Felicidad, con seguridad nos tomaría varias sesiones acompañadas de café o vino –qué gran deleite– para siquiera comenzar a ponernos de acuerdo en que no hay una sola definición que nos satisfaga.

Ahora que, como lo señalan algunos filósofos griegos, entre ellos Platón, quien define a la persona feliz como aquella que posee bondad o belleza –muy relativas, por cierto–, o Aristóteles, quien les atribuye a las personas felices tres tipos de bienes, sean externos, del cuerpo o del alma –lo que a su vez estará sujeto a múltiples consideraciones–, podemos tratar de vincular la felicidad con muchos aspectos de la vida, tan sólo para sentir que le estamos dando el justo valor que tiene para cada uno de nosotros y de acuerdo con nuestra conveniencia.

Sin embargo, al final volvemos a lo mismo: la felicidad es lo que para cada uno represente y donde cada quien la encuentre. Podemos hallarla en lo más trivial o en aquello que trascienda la condición humana. Puede estar en seguir cada fin de semana al equipo de futbol que apoyamos, en salir a bailar solos o acompañados, en el diálogo con una deidad o un poder superior, en una ida al cine con palomitas incluidas… Vaya, donde uno incluso menos lo espere, por lo que a estas alturas podríamos asegurar dos cosas: primero, la felicidad puede ser omnipresente, aunque a veces invisible, y segundo, por desgracia, nunca es permanente.

Y tampoco hay forma de medirla o compararla, ni quien pretenda imponerla a otros, renuentes a caprichos autoritarios, y lo consiga con relativo éxito. Parece inalcanzable a veces y otras sólo está ahí, frente a nosotros y sin merecerla. Así entonces, más bien cabe preguntarnos: ¿cómo algo tan ambiguo e inasible en ocasiones puede significarnos tanto? ¿Nos alimenta sólo espiritualmente o también mental y físicamente? Si no fuera así, ¿por qué nuestro cuerpo se siente pleno y vigoroso cuando estamos felices? ¿O quizá manifestamos la felicidad de formas de las que ni siquiera somos conscientes?

Después de tanta disertación inquisitiva, plantemos los pies sobre la tierra y, haciendo uso de términos algo más académicos, al menos en español, la felicidad puede definirse como un estado de satisfacción espiritual y física, a la que además le antecede el calificativo de “grata”; pero, de vuelta a las preguntas, ¿eso es sólo en nuestra lengua y de acuerdo con nuestra visión urbana y occidental? ¿Qué ocurre con otras lenguas y, por lo mismo, con otras formas de percibir el mundo y las emociones? ¿La felicidad representa lo mismo para un empresario acaudalado que vive en Nueva York que para un humilde pescador en una isla de Indonesia?

De hecho, no hay por qué irse hasta otras tierras. Centrémonos en lo inmediato y lo más cercano a nosotros, en lo que hemos sentido a lo largo de nuestras vidas e identificamos y atesoramos como felicidad. Es probable que lo que alguna vez nos hizo felices de niños hoy ni siquiera lo tomemos en cuenta o, incluso, lo consideremos una distracción. ¿Nos hace igual de felices aquel juguete por el que estábamos dispuestos a darlo todo si hoy lo tuviéramos frente a nosotros? ¿Aquella persona que en la adolescencia nos colmaba y nos hacía suspirar hasta desbordarnos de dicha cuando nos hacía caso nos provoca lo mismo si hoy la encontramos de casualidad al caminar por la calle?

Por lo visto, la felicidad no está sujeta al tiempo, las cosas o las personas, sino que va de un momento o un lugar a otro, de una a otra persona, o tal vez se trate de la misma, aunque en diferentes etapas de la vida, dependiendo de circunstancias que no siempre son las mismas. Cada situación que nos provoca felicidad es de por sí única y muchas veces irrepetible.

Y por eso la buscamos día con día, porque ni siquiera sabemos dónde hallarla hasta que, luego de infructuosos intentos, la tenemos ya encima o porque súbitamente nos descubrimos felices con lo más insignificante, cuando creíamos que sólo si alcanzábamos lo más cercano a una panacea podríamos considerarnos por completo felices.

Hablando de mi propia y ahora sí que muy particular felicidad, últimamente he encontrado indicios de ella, en pequeñas y placenteras dosis, en los recuerdos de momentos tanto gratos como miserables. A la distancia, incluso estos últimos me reafirman que hoy soy la persona que ama de nuevo escribir y puede compartir reflexiones como éstas gracias a ellos, y eso me hace sentirme feliz en mi casa una tarde de domingo.

Por ello, más que una búsqueda eterna y extenuante, al menos en mi caso, he decidido que la felicidad sea una sorpresa que aparezca de pronto y me dé un toque en el hombro para arrancarme una sonrisa.

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