La maestra, aunque era de pilates definitivamente tenía un look yoga de gimnasio: mallitas y corpiño de marca Lululemon con una pulserita hindú que presumía hacerte sencilla.
POR MARIANA LEÑERO
No sé si es la edad o la soledad, pero uno de los lugares donde más disfruto estar es en el gimnasio. Si bien me gusta hacer ejercicio, creo que la atracción que le tengo a este lugar es porque lo que sucede ahí es predecible. Entro a mis clases preferidas, brinco, sudo, pujo, pedaleo, me baño, me visto y me voy. Nadie espera nada de mí, y yo no espero nada de nadie.
Sin embargo, hace tiempo una amiga estuvo duro que dale insistiendo en que probara la clase de pilates. No sé bien por qué le interesaba tanto que lo hiciera, pero llegó un momento en que cada vez que la encontraba, me era imposible escuchar sus “holas-como-estas” porque solo podía ver sus labios moviéndose en cámara lenta diciendo: ¡Piiiiiiiilaaaaateeees! Y fue así como acepté.
Entrar a una clase de pilates por primera vez es todo un reto, y más si la clase ya ha iniciado, es de nivel avanzado (sin que tú lo sepas) y se utiliza una pelota gigante. A mí me toco una color Barney.
Al entrar al salón fue difícil encontrar un espacio lo suficientemente apartado para pasar desapercibida pero lo suficientemente cerca para no perderme de las instrucciones de la maestra. Mientras caminaba hacia mi lugar y tratando de no importunar, los estudiantes se estiraban como chicle y era difícil distinguir dónde comenzaba su cabeza, su culo o sus pies. Yo rogaba que no se echaran pedos. Ni pensar en relajarme y estirarme un poco, la única imagen que tenía eran los labios de mi amiga moviéndose en cámara lenta y diciendo: ¡Piiiiilaaaaateeees!
La maestra, aunque era de pilates definitivamente tenía un look yoga de gimnasio: mallitas y corpiño de marca Lululemon con una pulserita hindú que presumía hacerte sencilla.
Más flexible que una liga, daba indicaciones con enojo. De zen no tenía nada, pero tampoco de maestra. Se miraba todo el tiempo al espejo, mientras sus gritos se iban apachurrando entre su pecho y su barbilla que se deslizaba con gracia sobre su inmensa pelota. A los estudiantes ni caso.
Entre estira, detente, sube, baja, nos animaba con su falsa afirmación: “You got it…” – ¿Qué no me estás viendo, pendeja? – quería gritarle mientras trataba de mantener mis codos en la pelota y luchar contra mis pies para que no se resbalasen del piso.
Mientras tanto cada estudiante manipulaba la pelota con orgullo, ninguno mostraba confusión o se les vislumbraba un ápice de torpeza.
En menos de lo pensado, yo ya había comenzado a olvidar mi inglés y también mi español. Me era imposible reconocer la derecha, la izquierda, mi core, mi butt, mi pie… – ¡Respira, Mariana, respira! – “¿Qué tan difícil puede ser esto?” me preguntaba, mientras la pelota gigante se me escapaba de las manos y botaba por el salón creyéndose ser de básquet.
Next: core-strengthening…. Strengthening mi abuela…. Lo que yo quería era largarme y no volver nunca jamás. En ese momento a lo lejos apareció otra estudiante perdida como yo, carecía de lo que a todos los demás les sobraba: gracia. Pero tenía actitud y seguridad lo cual me animó a seguir.
La maestra anunció el último ejercicio: “Ball Balance”. La posición era peligrosa y solo el nivel avanzado podía realizarla. Había que poner piernas y manos sobre la pelota como si fuéramos elefantes de circo.
Atenta al espejo, la maestra comenzó a treparse como un chango. Mientras tanto comencé a buscar a mi compañera de tragedia y cuál fue mi sorpresa que ella no tenía ninguna intención de parar. Ni tiempo dio de pensar si era estúpida o valiente porque se oyó un horroroso golpe. Como saco de papas caído desde un edificio alto, mi compañera azotaba sin piedad en el brillante piso de caoba. Ni tiempo de meter las manos. Había caído de frente, de nariz, de dientes. Ahí embarrada con todo y su dignidad. Corrimos a su ayuda – ¿Are you ok? – preguntaban los demás. – ¿Cómo que ok? – ay estos gringos, me daban ganas de agarrarlos de las greñas y aventarlos con todos y sus pelotas. – ¿No ven el tamaño del madrazo que se acomodó? La maestra, atónita, tardó en reaccionar. Todos esperábamos que le brindara ayuda. Sin embargo, llegó corriendo y comenzó a gritar: -I said, only advance students!
Sorprendidos por su horrible actitud, comenzamos a tomar acción. Unos la calmaban mientras otros corrían a traer hielo. La clase había terminado. Ya no había nada que hacer más que regresar las pelotas a su lugar y salir corriendo. Mis labios, en cámara lenta, comenzaron a despedirse de ese espantoso lugar y de esa terrible maestra: ¡Pilaaaaaateees…!
Al salir del gimnasio cansada, me encontré con mi excompañera de batalla, madreada y con la mitad de la cara color tomate. Traía una bolsa de agua que había sido hielo y una actitud perdedora que antes presumía ser valiente. Le sonreí, pero no me miró, estaba atenta recogiendo sus cosas y su vergüenza. No creo que vuelva otra vez a intentar la clase de Pilates, ni yo tampoco.
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