Las voces del país
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Foto: Victoria Razo/Cuartoscuro.
Entre extorsiones, asesinatos e inundaciones, México vive su propio maremágnum: un territorio donde los hechos tan dispares coinciden en un mismo compás de descomposición…
POR NANCY CASTRO
MADRID. ¿Qué tiene que ver la muerte de un agricultor limonero en Michoacán, las inundaciones en Poza Rica, o la muerte de dos personas en Tepito tras un tiroteo?
Entre extorsiones, asesinatos e inundaciones, México vive su propio maremágnum: un territorio donde los hechos tan dispares coinciden en un mismo compás de descomposición.
La tierra caliente michoacana ha sido escenario de un nuevo asesinato de un productor de limones. Bernardo Bravo líder de agricultores limoneros en Apatzingan, fue asesinado el domingo 19 de octubre y su cuerpo, con huellas de tortura, fue encontrado el lunes. Una mujer en Poza Rica, arrastra su refrigerador en medio del fango. En Tepito, la cinta amarilla delimita otra escena de rutina.
El país entero parece suspendido entre dos aguas: la que anega y la que arrastra…”
Todo ocurre al mismo tiempo. Todo pesa igual. El país se sostiene entre la raíz muerta, el agua turbia y la bala perdida.
Mataron a Bernardo Bravo, agricultor limonero de Michoacán. Lo mataron por levantar la voz, por no callar ante las justicias que lo rodeaban. Su cuerpo quedó entre los surcos, un cultivo que trabajó con sus manos, el mismo suelo que lo alimentaba y sus árboles fueron testigo de su silencio forzado.
Mientras tanto, el agua que se desborda en Poza Rica, Veracruz sobre la cual flotaba restos de lo cotidiano. En Tepito, dos personas murieron tras un tiroteo. En un solo día, el país volvió a inundarse de sangre y de agua: dos corrientes distintas, pero igual de devastadoras.
La muerte ya no distingue geografía. Se escurre por los campos, por las azoteas, por las calles. A veces cae del cielo en forma de lluvia; otras, se dispara desde una motocicleta. Todo ocurre al mismo tiempo: la violencia, el lodo, el miedo.
Las voces que denuncian se apagan una tras otra, y lo que queda es un murmullo colectivo de rabia contenida. Bernardo Bravo quería justicia y limones limpios. Los silenciaron, como a tantos. Pero su nombre, como el agua sigue filtrándose por las glorietas de un país que no deja de desbordarse.
El país entero parece suspendido entre dos aguas: la que anega y la que arrastra. Y en medio, los cuerpos, los nombres, las voces que alguna vez creyeron que hablar podía salvarlos.
Bernardo Bravo fue uno de ellos. Su voz —la de un hombre que sembraba justicia entre los limoneros— sigue resonando bajo tierra. Pero en la superficie, el barro y la sangre sin que nadie distinga ya de dónde viene el desbordamiento.
Los noticieros anuncian muertos como si contaran las estaciones del año. Solo repiten cifras como quien reza sin fe. En el sur, las lluvias arrancan los caminos, borran los linderos, hacen del país un solo pantano.
Dos en Tepito, uno en la sierra, más de ochenta en el Golfo, todo cabe en un titular breve, pero el eco sigue debajo, se filtra por las grietas de la memoria. Las ciudades se acostumbran al ruido. Las sirenas se confunden con la música de los puestos, con el rumor del metro, con el zumbido eléctrico de la rutina. La muerte se volvió vecina; comparte el agua, el aire y la espera.
En los campos sin Bravo, los limoneros se secan. Nadie sabe si por falta de agua o por exceso de tristeza. Los jornaleros bajan la cabeza, temen al sol y a las patrullas, al precio del fruto y al precio de la vida. En Veracruz, los gusanos emergen del barro, gordos y pálidos, como si la tierra misma dirigiera su duelo.
Las calles de Tepito, en cambio, sangran distinto: con luces de Neón, la muerte no da aviso; se aparece en ráfagas, se confunde con el ruido de los cohetes o con un mal paso.
En la madrugadas, los gallos cantan sobre los techos hundidos.
Nadie responde, los perros ladran al vacío, y en el aire flota ese olor espeso que mezcla gasolina, podredumbre y miedo.
Al final, todo regresa al mismo cauce. El agua corre sobre la tierra reseca, se tiñe de rojo, se mezcla con el polvo y la palabra.
En su corriente viajan las voces: de los que cayeron, las de las que aún gritan bajo el agua, las de los que siembran sabiendo que tal vez no cosechen.
La muerte se disuelve como sal en el río.
No desaparece: se reparte.
Y en cada gota que cae sobre un cuerpo, suena un murmullo: el eco de lo que no pudieron callar.
Porque la voz —como el agua— siempre encuentra una grieta por donde volver.
Aunque el país se desborde, aunque todo huela a lodo y a pérdida, el rio sigue hablando. Y en su rumor, todavía se escucha el nombre de Bernardo Bravo.
Finalmente nada sucede solo.
El país entero es un mesa temblorosa donde cada golpe resuena hasta el borde.
Un disparo en Michoacán levanta polvo en Veracruz. Una inundación en Poza Rica se siente en Tepito, donde el agua se confunde con la sangre y la rutina. Cada hecho empuja al siguiente, y el eco no se detiene. Es el efecto dominó: una ficha cae y despierta a otra. Bernardo Bravo cae, y con él tambalean los limoneros, los jornaleros, las mujeres que cargan agua en baldes oxidados. El río crece, arrastra cosechas, arrastra nombres, arrastra culpas. En los barrios, las balas ruedan como piedras soltadas por la corriente.
El país se vuelve tablero desbordado, imposible de enderezar. Pero entre los escombros, entre las fichas que aún no caen, alguien vuelve a levantar la voz aunque tiemble. En su corriente irán los nombres, las manos, las raíces rotas de quienes hablaron. Porque en este país aunque todo se inunde, aunque el lodo cubra la memoria, algo sigue fluyendo bajo la superficie: una palabra, un eco, una vida que se niega a quedarse.















