Hoy los padres tenemos más herramientas, más posibilidades, pero también más retos. No todos quieren enfrentar esos retos que nos permitirían tomar un poco del pasado, un poco de imaginación y mucha creatividad.
POR ARANTXA COLCHERO
Nuestra infancia fue muy diferente a la de los niños de ahora. Por supuesto la inseguridad explica buena parte de la vida tan distinta que nos tocó vivir. Pero no solamente.
Antes los padres “nos hacían menos caso”, nos dejaban crecer más independientes. Hacíamos nuestras tareas y deberes sin mucho apoyo, pero sabíamos que era condición para poder salir a jugar. Sin duda hoy tenemos aprendizajes y lecturas muy valiosas para criar a los niños que antes no había, como la necesidad de escucharlos, reconocer sus sentimientos y no reprimirlos, fomentar la comunicación no violenta. Pero a veces se nos olvida la importancia de desapegarse para hacerlos independientes sin descuidarlos y de poner límites, que es un elemento crucial para su seguridad y su desarrollo.
Cuando era chica teníamos en casa un pequeño jardín, con unas losetas cuadradas para que las llantas del auto no lo lastimaran. Había un ciruelo, enredaderas, muchas plantas y flores. En algún momento mis padres construyeron unos balcones de dónde colgaban más plantas y flores. Aún recuerdo el olor cuando regábamos el jardín, me gustaba mucho hacerlo.
Mi hermano y yo jugábamos a cualquier cosa hasta dónde nuestra imaginación llegara. No había celulares, pantallas para video juegos o computadoras. Teníamos televisión, pero yo en particular, la veía muy poco. Nos gustaba jugar. Aunque por supuesto no nos perdíamos a Topo Gigio y a Raulito antes de dormir.
Pasábamos horas en el jardín alistando un mercado para las hormigas. Cortábamos pedazos muy pequeños de hojas y flores, los acomodábamos en secciones muy organizadas en una de las losetas para que cuando aparecieran se las pudieran llevar. ¡Y sí se las llevaban! Disfrutábamos viendo catarinas que nos pasaban por las manos y los brazos. Ahora es difícil encontrarlas.
También jugábamos en el pasillo de la parte de arriba de la casa con unos dinosaurios de plástico de color amarillo, verde y naranja. Ya no los he encontrado, ni en mercados. Mientras estaba lista la cena, con cierta frecuencia montábamos un barco en el que hacíamos viajes largos, pasando por islas misteriosas. No recuerdo cómo lo hacíamos, pero nuestro barco tenía velas y todas las provisiones necesarias.
A un par de cuadras había un parque en una calle con pendiente. Hasta arriba estaba una escuela primaria pública. Aunque el parque y la escuela estaban un poco descuidados, nos divertíamos en los juegos y corríamos por las diferentes secciones. Nos gustaba entrar a la escuela cuando dejaban la puerta abierta para ver los salones y tomar los pedazos restantes de gises en el suelo. Luego nos llamaban la atención y teníamos que salir corriendo. Nos dejaban ir solos, eran otros tiempos.
Mi mamá nos llevaba a Chapultepec a andar en bici. Nos daba la sensación de que nos internábamos en un bosque, nos encantaba. Ella se sentaba en una banca a leer, no estaba tan pendiente de nosotros porque no hacía falta. Hoy es imposible, yo no le quito el ojo de encima a mi hijo en cualquier parque, no lo puedo perder de vista.
Cuando despertábamos en sábado o domingo antes que nuestros padres o que mis hermanas, bajábamos al estudio de mi papá que tenía toda una pared adornada de cajas de cerillos, vacías por supuesto. El juego consistía en adivinar la caja que el otro había escogido con preguntas sobre la forma, color, etcétera.
Las tardes se sentían más largas que ahora, parecía que alcanzaba tiempo para hacer muchas más cosas. A pesar de que mis padres trabajaban, se daban espacios. A mi padre le encantaba despertarnos muy temprano algún sábado para ir al centro a pasear. Lo primero que hacíamos era desayunar en el “Moro”, con chocolate y churros incluidos, no podían faltar. Nunca nos gustó cómo había quedado la remodelación, ya no era igual. Caminábamos para comprar utensilios o cualquier herramienta que hiciera falta. En ocasiones íbamos al mercado de San Juan donde mi madre compraba insumos para comidas suculentas que preparaba.
Los recuerdos no los vivo como una nostalgia para calificar que el pasado era mejor. No es necesariamente así. Sí me gustaría que mi hijo pudiera vivir la libertad de salir sin miedo, que no le hubiera tocado un entorno tan expuesto a video-juegos que crean ansiedad y dejan poco espacio para la creatividad. Nos ha quedado a los padres limitar el tiempo en pantallas, exponerlos a otras actividades más lúdicas como ir al teatro, a conciertos, a museos. Llevarlos a parques y bosques para que aprecien la naturaleza y a disfrutar andar en bici y en patines con los amigos.
Hoy los padres tenemos más herramientas, más posibilidades, pero también más retos. No todos quieren enfrentar esos retos que nos permitirían tomar un poco del pasado, un poco de imaginación y mucha creatividad que tanto nos hace falta a todos, niños y adultos.
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