Mario Vargas Llosa
Me dio un enorme gusto saber que reconocieran a Mario Vargas Llosa con el nobel de literatura. No es que lo conozca o que haya leído todos sus libros, la verdad sólo algunos, pero sentí una familiaridad con él como si se me hubieran recordado a un amigo o a alguien muy cercano. Y en cierta forma así es. En 1993 yo trabajaba como subdirector de Comunicación Social en la Presidencia Municipal de Ciudad Juárez y el Alcalde Francisco Villarreal preparaba su primer informe de gobierno. Para redactarlo convocó a un par de colaboradores de la Presidencia y nos expuso la forma en que pretendía enviar su mensaje a los ciudadanos. Nos pedía que en la redacción elimináramos los datos duros de su gestión y nos concentráramos en temas de profundidad para la ciudad. No quería una retahíla de cifras o hechos que poco le aportan al ciudadano común. Él quería decirles algo. Enviar un mensaje diciendo cómo veía las cosas y cómo valoraba su paso por la política, pues no le faltaba claridad de que sería el primer y último cargo que tendría en los asuntos públicos. No aspiraba a nada más que a hacer una buena gestión en esos tres años y retirarse por completo a leer, su gran pasión junto con el teatro. Le enfadaba la superficialidad de la prensa y la lentitud de la burocracia. Le gustaba mandar y tomar decisiones que eran ampliamente criticadas en los diarios a los que concedía notas al por mayor derivadas de su peculiar estilo y forma temeraria de ejercer la autoridad.
Lo retrataban como un dictador intransigente, pero le reconocían su eficacia y firmeza, que demostró de sobra cuando estando preso no paraba de administrar la ciudad y convivir con otros reclusos, cosa que provocó la reacción inmediata del gobierno federal. Su físico regordete era el mejor argumento de las caricaturas de los diarios que se mofaban de sus tenis negros y sus pantalones guangos que a veces sucumbían ante una prolongada carcajada o un descuido inoportuno. Una de sus diversiones era enviar diariamente esas caricaturas a sus hijos o amigos en San Francisco, Nueva York o Paris.
Entre un amplio y pulcro jardín y pájaros multicolores cuidados con devoción, comenzamos a trabajar en sus oficinas privadas para no perder la concentración. Varias veces le entregamos propuestas y esas mismas las rechazó. Nos regañaba tratando de explicarnos su deseo de construir algo serio, profundo, elegante, rico en palabras pero al mismo tiempo sencillo y directo. Para él era fundamental la concisión y el cuidado de las frases. No quería ofender a nadie con una expresión mal dicha o un vocablo mal utilizado. Después de varios intentos nos dimos por vencidos y él, desesperado, mandó traer varios ejemplares de “El pez en el agua”, del ex candidato presidencial peruano Mario Vargas Llosa. Cuando entregó a cada uno el libro, nos corrió de sus oficinas y nos obligó a leerlo antes de volver a proponerle algún texto para su mensaje. Ahí comencé a leer a Vargas Llosa y por eso hoy me da gusto su Nobel. Para mí ese premio es un grato recuerdo de don Francisco Villareal, admirable presidente y verdadero maestro.