La Narvarte se escribe con la ‘v’ de ‘se vende’

La Narvarte en venta. Foto: Rivelino Rueda
Los batallones de la inmobiliaria Tecnocasa compiten con los predicadores evangelistas para sumar fieles. Tocan timbres incesantemente, dejan folletos, predican, recurren a pequeñas trampas para envolver a los incautos.
POR RIVELINO RUEDA
Alberto Alfaro ya contabiliza veinte escupitajos en menos de cinco minutos. La plasta biliosa que arroja de sus labios agrietados permanece estampada en el ángulo de la banqueta y el asfalto que forman la esquina de las calles Atenor Sala y Casas Grandes, en la Narvarte. Los zumbidos del desalojo de hace tres horas todavía tienen aturdido al señor de poco más de setenta años.
El anuncio devastador del casero de hace dos meses se cumplió esta mañana. Una renta que había pagado desde hace quince años en nueve mil pesos, ahora es de diecisiete mil.
La insolvencia económica. La impotencia. La rabia. El asalto imprevisto. El forcejeo y los golpes al amanecer. Los gritos. Las súplicas. Los muebles apilados sobre la calle. Diana, su esposa, doblegada de dolor en aquel poste de madera. Las fotografías de todos estos años desperdigadas en un cataclismo de impotencia.
Alberto escupe otra ráfaga de coágulos de espuma ámbar.
Diana no logra sacar la cabeza de entre sus piernas. No puede. Esto es demasiado. Los nuevos vecinos de origen estadounidense, los de los paseillos de todas las mañanas que llevan a sus perros de raza al Parque de Las Américas, pasan de largo. Apenas echan un vistazo al mapa de recuerdos de la familia Alfaro-Zúñiga. Luego comentan algo y se alejan.
Dos pisos arriba un hombre coloca una manta en uno de los balcones del edificio con la leyenda “Se renta departamento. Informes en el teléfono…”
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En septiembre se cumplen seis años de que ese edificio de seis pisos en la esquina de Obrero Mundial y Doctor Andrade envolvió con una sombra eterna la casa de Alfonso Huerta. Ya no hay luz en sus paredes. Ya no hay sol en su azotea. Las plantas se marchitaron. El perro murió. Las descargas eléctricas de frío taladran los esqueletos de más de ochenta años de Don Poncho y de su esposa, originarios de Torreón.
Dos adolescentes de traje negro y corbatas verde bandera recorren puntuales la ruta de todos los días. Los batallones de la inmobiliaria Tecnocasa compiten con los predicadores evangelistas para sumar fieles. Tocan timbres incesantemente, dejan folletos, predican, recurren a pequeñas trampas para envolver a los incautos.
Y a su paso dejan una estela de sagradas escrituras que saturan las fachadas de edificios, casas, oficinas, terrenos y locales comerciales de la colonia Narvarte…
“se vende/ se renta/ preventa/ departamentos amueblados/ única oportunidad/ último departamento/ aproveche 450,000 dólares/ ubicación exclusiva/ aquí se construye un Oxxo/ depas con roof garden/ excelente ubicación/ se renta cuarto amueblado/ departamento para médicos/ se compran-colchones-tambores-refrigeradores-estufas-hornos de microondas/ se aceptan créditos de Infonavit/ aquí se construye un Seven Eleven/ con dos lugares de estacionamiento/ arrendamiento de cuarto en diez mil pesos al mes/ con lugar de esparcimiento para tus perrhijos/ el panadero con el pan-el panadero con el pan…”
Cristina Herrera rompe el cascarón entre sollozos. Echa al sartén con aceite hirviendo el último huevo estrellado de esta aventura de ocho meses. El local de Xola casi esquina con Mitla cierra en unos minutos. Cierra para siempre. Hoy es triste el olor de ese pan tostado. La canela y los arándanos son incipientes. Este martes el sabor del café es amargo. Es voluble en la lengua, en las encías, en el paladar, en la garganta. Sabe a tristeza.
El mismo comentario que se repite aquí y allá, el que desvencija a todos: “Nos comió la renta. Ya no se puede”.
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Barrio de migraciones. De exilios. De palmeras cercenadas. De camellones diáfanos. De pulpos inmobiliarios. Barrio herido por terremotos, epidemias y gentrificaciones. De calzadas indomables y glorietas umbilicales. De taquerías únicas y de restaurantes que ya no pudieron sostenerse. De murales de Juan O´Gorman y de un estadio de béisbol que fue morgue, luego centro comercial.
Colonia donde el art decó, la arquitectura neocolonial, la cantera rosa, el granito y el mármol han cedido ante los edificios modernos, ante el material barato, las paredes de plafón y los cárteles inmobiliarios. Donde el ‘Pinche Gringo’ es un negocio de comida que pronto puede convertirse en grito de protesta o en pancarta.
El taladro permanente. El claveteo de día y de noche. El polvillo del cemento aquí y allá. Los camiones de volteo y el trepidar de las varillas. Dos, tres, cuatro construcciones para edificios departamentales en una misma calle.
Las calzadas que recorrieron los migrantes libaneses durante más de ochenta años. Las banquetas que recorrió un médico argentino llamado Ernesto Guevara de la Serna entre 1955 y 1956, quien hacía sus prácticas en el Hospital General y que vivió en cuartos de azotea en los edificios de Diagonal San Antonio esquina con Anaxágoras y de Diagonal San Antonio esquina con Zempoala.
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Todos los “coños”, las “pingas” y las “mieldas” salen del cubanísimo balcón hacia la calle. Todas las “conduermas”, las “vainas”, las “pelotudeces”, las “puchas”, los “pichingos”, los “cámaras”, los “te lo lavas”, los “chanches”, los “chéveres”, los “jevas” y los “atatays” revientan a los habaneros Yulian, Mateo y Baltazar, destrozados por la carcajada unánime, por la lengua unificadora, por el diálogo babeliano en suelo chilango.
Son diez o quince paisas y yuntas que rentan un departamento frente al sitio del desalojo de Alberto y Diana. Sólo así alcanzan a cubrir el coste del arrendamiento. Van y vienen. Son migrantes temporales.
–¿Y a dónde se van, Don Beto?– pregunta un cubano desde el balcón-tendedero, justo arriba de la tienda de abarrotes “La Crema y Nata”.
–No lo sabemos aún, amigo. No lo sabemos. Pero aquí ya no se puede– responde Alberto Alfaro y lanza tembloroso otro escupitajo.