Ciudad de México, diciembre 1, 2025 06:57
Revista Digital Diciembre 2025

Negocios navideños

“Manos a la obra: en el portal de los Evangelistas de la plaza de Santo Domingo, en el Centro Histórico conseguí una prensita de mano usada, vieja pero completita, por dos mil 300 pesos de entonces…”

POR FRANCISCO ORTIZ PINCHETTI

Siempre me asombró el derroche económico de la época navideña. Y siempre también tuve la intención de aprovechar esa orgia del consumismo para obtener algún provecho personal.  Pensé vender algo. Adornos, galletas, figuras para el Nacimiento, esferas, tarjetas de Navidad… ¿Tarjetas de Navidad?

En esos años, principios de los sesenta,  la costumbre de mandar tarjetas de Navidad a los familiares y amigos estaba en auge. A mi casa llegaban no menos de treinta o cuarenta tarjetas, enviadas por amigos de mi papá y mis hermanos. El Correo manejaba en diciembre más de 80 millones de piezas, básicamente tarjetas navideñas

Yo cursaba en ese entonces la preparatoria en el colegio Amado Nervo de la calle Bajío, en la Roma Sur. Había pasado un año “exiliado” en Pachuca, donde repetí con los hermanos maristas, el Instituto Hidalguense, el tercero de secundaria luego de tronar dos materias en el Instituto Patria de los jesuitas, mi escuela amada donde ingresé desde el primero de primaria.

Mi experiencia comercial era bastante exigua. De chico vendía caramelos, gomitas, viboritas de goma, tamarindos, mazapanes, cerbatanas con chochitos, chupirules, galletas de animalitos y otras golosinas que mis padres me compraban en el Mercado de Dulces de la vieja Merced. Más tarde, con mi primo Romeo, le entramos por primera vez al mercado navideño. Había una pequeña empresa informal que se dedicaba a tomar y vender fotografías de niños con Santa Clós, en la Alameda Central. Su mecánica consistía en tomar la foto con el ofrecimiento de entregarla a domicilio. En esos tiempos, el procedimiento fotográfico era bastante rupestre todavía: había que revelar los rollos en un cuarto oscuro con ácidos especiales e imprimir las copias en papel fotográfico.

El modus operandi  era sencillo. Íbamos en nuestras bicicletas a una casa de la colonia Roma donde estaba la oficina de los fotógrafos. Ahí escogíamos una zona o colonia de la ciudad, la apartábamos,  y comprábamos las fotos para revenderlas a sus destinatarios. Pagábamos cinco pesos por foto, para venderla a 10. Buena ganancia, aunque con el riesgo de que el domicilio estuviera equivocado o no existiera, o que no gustara al cliente la foto de su niño… o ya se hubiera arrepentido. En esos casos había pérdida, sin remedio.  Hasta que el negocio se volvió incosteable…

Pero platicaba yo de mi ocurrencia de vender tarjetas de Navidad, que fue dos o tres años  después. Ahí la mecánica usual era conseguir pedidos de 25, 50 y hasta 100 tarjetas personalizadas  a partir del catálogo de una empresa editorial. El cliente podía escoger no solo del modelo de su gusto sino también el “mensaje” a imprimir, firmado con su nombre. La ganancia era buena, aunque el editor era a final de cuentas el verdadero ganón.

¿Y por qué no mejor ser impresor de las tarjetas?

Manos a la obra: en el portal de los Evangelistas de la plaza de Santo Domingo, en el Centro Histórico (donde hasta la fecha hay dos o tres pequeñas imprentas, que sobreviven vendiendo tarjetas de presentación, invitaciones de boda o XV años), conseguí una prensita plana se impresión manual usada, vieja pero completita, por dos mil 300 pesos de entonces. Ahí mismo compré una caja de tipos movibles. Un linotipista amigo me hizo cinco diferentes “mensajes” o “leyendas” en lingotes metálicos.

Las viejas prensitas de mano. Foto: especial.

Y mi amigo Vicente Gómez, compañero de la prepa,  logró que su padre, que tenía un negocio de aceites automotrices en una pequeña accesoria de la avenida Pedro Antonio de los Santos, en San Miguel Chapultepec, nos prestara la bodega que tenía en la azotea del edificio. A ese cuarto de cinco, seis metros cuadrados trepamos la pesadísima prensa de fierro fundido e instalamos ahí nuestra rudimentaria imprenta.

El negocio funcionó bien. Mi hermana y algún amigo se dedicaron a vender las tarjetas con el catálogo de una editora que estaba en la calle de República del  Salvador, también en el Centro. Eran tarjetas hermosas, llamativas, elaboradas en papel de alta calidad, de línea que se renovaba cada año. Nosotros les imprimíamos el mensaje seleccionado y el nombre del comprador. Todavía recuerdo una de aquellas leyendas: “Que las dulces palabras de Jesús, amaos los unos a los otros, perduren en vuestros corazones a través de la Navidad y el Año Nuevo”.

De manera casual, al ir a comprar tarjetas para los pedidos, me entere que además de las tarjetas “de línea” se vendían ahí mismo, a precio mucho menor, saldos por ciento de años anteriores. Ahí  nació una nueva idea: comprar una buena cantidad de esos saldos baratos para ir a alguna ciudad cercana para venderlas, también a un precio mucho menor.

Así fue que trepamos la prensita en la camioneta Peugeot de Vicente. Mi primo Romeo se sumó al equipo y los tres nos lanzamos a Pachuca, la Bella Airosa. Y en la mera plaza del famoso Reloj, nos plantamos con nuestra imprenta móvil. Pusimos letreros en cartulinas de colores; “Tarjetas de Navidad con su nombre y leyenda”, ofrecíamos, Y la oferta: “25 por 25 pesos”.  O sea, hacíamos accesible esa posibilidad de felicitación navideña a gente que nunca se había imaginado poderla tener. ¡Era casi un servicio social!

No quiero presumir, pero los clientes se agolpaba alrededor de la camioneta –al grado de estorbar el tránsito de vehículos– y hacía fila para comprar sus tarjetas. Romeo se encargaba de mostrar los diferentes modelos en la cajuela abierta de la camioneta y de entregar y cobrar, mientras yo encaramado en el asiento trasero me encargaba de formar los nombres y la leyenda en lingotes de linotipo en la rama de la prensa, y Vicente hacía la impresión de las tarjetas, que mi primo entregaba en una bolsa de plástico. Al policía de tránsito que se acercó con intención de movernos de la plaza le regalamos sus 25tarjetas con su nombre y se fue feliz. 

Al atardecer, nuestra dotación de tarjetas se había agotado. Un éxito. El futuro del negocio estaba asegurado: iríamos a Tlaxcala, a Puebla, a Toluca, a Querétaro con el mismo esquema. Había al fin encontrado la manera de participar de la bolsa consumista de Navidad.
 

Nunca sin embargo repetimos la operación. Pasaron las fiestas decembrinas. La prensita quedó arrumbada durante muchos años en la casa de mis suegros, hasta que se la vendí a un vecino en dos mil 300 pesos.

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