El niño que volvió a Tlacoquemécatl

El muro de Laureano. Foto: Francisco Ortiz Pardo
En ese deseo profundo de proteger lo que permanece, fue natural sumarme a la defensa del árbol Laureano. Porque él representa lo que defiendo en la vida: las raíces, la historia, la comunidad, la conciencia.
POR JESÚS ADRIÁN RUIZ
Hace tiempo ya quería contarte esto. No sabía cómo, ni siquiera si tenía sentido. Pero ahora que las raíces del viejo laurel han empezado a levantar otra vez el suelo vivo —ese que algunos quieren cubrir con concreto— entendí que hay historias que no deben quedarse enterradas.
Yo nací en el Hospital 20 de Noviembre, en Félix Cuevas, del lado que todavía es Tlaco. Para mí, Tlacoquemécatl no es una colonia: es la camisa que me puse desde niño, y que nunca me he quitado, aunque ya no viva ahí. Como dicen, uno puede salir del barrio, pero el barrio no sale de uno. Amo Tlaco. Me dio todo, y también me lo quitó. Me expulsó, pero no sin dejarme su marca para siempre.
De niño jugaba en la calle. Corríamos, gritábamos, éramos parte de ese ecosistema de asfalto con olor a bugambilia y pasto húmedo. Y de repente llegaba el periódico, ese que tú hacías. Lo hojeaba sin saber muy bien qué buscaba, pero con la certeza de que ahí había algo importante. Me atrapaba el formato, el diseño, la impresión… y mucho antes de estudiar comunicación visual, ya estabas tú marcando una influencia en mí.
Tus textos me transformaron. Me hicieron dudar de lo que debía aceptar. Dejé de votar, no por apatía, sino porque no quería ser cómplice. Empecé a ver lo mismo que tú denunciabas: que los gobernantes no hacían su trabajo, que la gente parecía resignada, y que la realidad, como las canciones de Chava Flores, no cambiaba con los años.
Así nació la página de Tlacoquemécatl. Porque yo también quería contar lo que pasaba en el parque, en el mercado, en el quiosco. Desde los asaltos en Parque Hundido hasta los primeros avisos de extorsión. Pero también quería hablar de la feria, de los cohetes, del fútbol con los amigos, de esa fraternidad que a veces solo nace en medio de familias disfuncionales. Quienes no queríamos estar en casa, encontrábamos hogar en el parque.
Desde niño me gustó ayudar. No era una pose: era una necesidad. En mi familia, cuando alguien enfermaba, lo cuidábamos como si lo pusiéramos en una silla de oro. Esa psicología del cuidado me marcó: entendí que cuando cuidas a los demás, te descuidas a ti. Y así fui creciendo, con esa tensión. Por eso también he tenido que aprender a cuidarme, a reconstruirme todos los días desde hace ya varios años.
Y en ese deseo profundo de proteger lo que permanece, fue natural sumarme a la defensa del árbol Laureano. Porque él representa lo que defiendo en la vida: las raíces, la historia, la comunidad, la conciencia. Un árbol no solo da sombra: también nos sostiene espiritualmente, aunque no todos lo vean. Hoy, más que nunca, me mueve estar ahí. Porque siento que, si lo arrancan, arrancan también mi historia.
Y el huerto… el huerto es más que un proyecto. Es una manera de volver a empezar. Tlacoquemécatl fue un rancho, un espacio agrícola, un territorio de flora, de fauna y de siembra. Sus primeras raíces fueron raíces reales. Se cuidaban animales, se cultivaban alimentos. Era tierra fértil antes de que llegara el asfalto. Por eso el huerto que hoy proponemos no es una ocurrencia: es volver a ese origen. Devolverle a la tierra lo que era suyo.
El huerto es memoria y es posibilidad. Es volver a conectar con las plantas, con los insectos, con los ciclos sagrados de la naturaleza. Enseñar a los niños —y recordárselo a los adultos— que hay otra manera de estar en el mundo. Más lenta, más humana, más viva. Y también es refugio. Para quienes no saben aún cuál es su propósito, para quienes viven ajenos a lo esencial. Hay personas que solo necesitan tocar la tierra para entender por qué están aquí. Y puede que ese lugar se los revele.
Porque uno puede haber crecido entre concreto, pero siempre queda la posibilidad de volver a sembrar. Lo digo con convicción: la tierra me llama. Como niño visual que fui, criado por la televisión, por programas que parecían cursis pero que me inculcaron valores: Carrusel de niños, Papá soltero. Yo era ese que absorbía todo. Ese que veía el mundo y quería corregirlo con una crayola.
Hoy defiendo un árbol como quien defiende una infancia. Como quien defiende un parque que le salvó la vida. Como quien entiende que sembrar algo —una planta, una idea, una historia— puede ser la manera más rebelde de amar al prójimo. No es nostalgia, es propósito.
Tlaco significa “lugar de varas”. Y me gusta pensar que esas varas, que eran protección y frontera, hoy nos sirven para sembrar otra vez. Aunque me hayan expulsado, aunque ya no viva ahí, Tlaco sigue siendo mi centro. Y defenderlo, de alguna manera, es defenderme a mí mismo.
Gracias por todo lo que sembraste, Paco. Aquí seguimos.