La reapertura de la Plaza México, este domingo, ciertamente es para los taurinos un acontecimiento, porque significa la sobrevivencia de un espectáculo inigualable, profundamente enraizado en las tradiciones mexicanas, luego de 600 días de inactividad.
POR FRANCISCO ORTIZ PINCHETTI
Hace varios años que tomé la decisión de no polemizar acerca de la tauromaquia. Opté por tolerar sin chistar la ignorancia de los detractores de la fiesta, a cambio sólo de que respeten mis gustos y preferencias.
Dicho lo anterior, me siento con plena libertad para celebrar el regreso de las corridas de toros, este domingo 28, a la Plaza México. Ciertamente es para los taurinos un acontecimiento, porque significa la sobrevivencia de un espectáculo inigualable, profundamente enraizado en las tradiciones mexicanas, que tiene aristas de drama, pero en el marco de expresión artística única.
Como ocurre con otras manifestaciones estéticas, la fiesta taurina no se entiende, se siente. Tal vez por eso los que disfrutamos de ella la llevamos como parte de nuestra, sin necesidad de mayores reflexiones.
Voy a los toros desde niño. De la mano de mi padre, cronista taurino toda su vida, conocí las emociones de esta experiencia que no se parece a ninguna otra. Mi primera tarde de toros la viví en la ya desaparecida plaza de toros El Toreo, de Cuatro Caminos. Se me grabaron los colores de los trajes de luces, la música de la banda, los olés del público. Y también los olores, las angustias y los miedos.
En esa plaza, en la que cabían unos 20 mil espectadores, me tocó ver corridas memorables, como las que componían aquella desaparecida Feria Guadalupana. Ahí vi torear entre los toreros españoles Antonio Ordoñez, a Paco Camino, a El Litri, a El Cordobés en su primera época. Y entre los mexicanos a Luis Procuna, a Joselito Huerta, a Carlos Arruza, a El Calesero, a Rafael Rodríguez y a Raúl García y Gabriel España.
Un hecho que quedó en mi memoria fue el caso del toro “Capulín” de la ganadería de Zacatepec, que fue indultado luego de que el guarda plaza Antonio Morales, “Moralitos”, que en los corrales convivió con él al grado de montarlo, salió al ruedo para darle de comer, a lo que el noble astado acudió ante el delirio del público que cubrió de pañuelos blancos el tendido.
Otra tarde memorable, entre muchas, fue aquella de Paco Camino y los toros berrendos de Santo Domingo, cuando el arte y sentimiento del Niño Sabio de Camas, mi torero, hizo llorar a muchos aficionados… yo entre ellos.
Conocí más tarde la monumental Plaza México, que está por cumplir 74 años el próximo 5 de febrero. En un principio me pareció, a diferencia del torerísimo coso cuatrocaminero, muy fría y distante. Un estadio, hecho todo de cemento, un embudo enorme con capacidad para 47 mil espectadores. Con el tiempo, sin embargo, sobre todo a raíz de la demolición infame de El Toreo, se convirtió poco a poco en un sitio entrañable.
Me tocó también presenciar cogidas espeluznantes como las de Capetillo, en el pecho; de Antonio Lomelin, en el vientre; Antonio Velázquez, en el cuello…”
Imposible hacer aquí un recorrido cabal por todos los años –cuarenta, cincuenta—que he acudido de manera regular al que llamamos el coso de Insurgentes, la plaza de toros más grande del mundo. Ahí he visto torear a figuras de la talla de Luis Miguel Dominguín, Julio Aparicio y el propio Antonio Ordoñez, el maestro de Ronda, Diego Puerta y el propio Paco Camino. También me tocó ver a Juan García “Mondeño”, Miguel Báez “Litri” y más recientemente a Joselito, Enrique Ponce y desde luego a José Tomás, entre los hispanos.
Ahí vi debutar como novilleros a los regiomontanos Eloy Cavazos y al inmenso Manolo Martínez, y también por supuesto al torero español Julián López, “El Juli”. Estuve en ese tendido en las grandes tardes de Joselito Huerta, Fernando de los Reyes “El Callao”, Luciano Contreras, “El Ranchero” Aguilar, Rafael Rodríguez, Alfredo Leal y Manuel Capetillo, así no fuera éste último torero de mis preferencias.
Me tocó también presenciar cogidas espeluznantes como las del mismo Capetillo, en el pecho; de Antonio Lomelin, en el vientre; Antonio Velázquez, en el cuello.
Ahí he visto rejonear a Carlos Arruza, a Álvaro Domec, a Pablo Hermoso de Mendoza. Asistí a festejos especiales, como aquellos de los Cuatro Siglos de Toreo en México, en el que se ejecutaban suertes ya en desuso como El Tancredo, la Mesa de los Comprometidos y el Salto con Garrocha. Y hechos insólitos como el salto al tendido del toro “Pajarito”, de la ganadería de Cuatro Caminos, el 29 de enero de 2006, van a ser este lunes 18 años.
Recuerdo también las encerronas de Capetillo, Manolo (que tuvo seis), Eloy, el Zotoluco y Joselito Adame, así como las despedidas de los tres primeros e, inolvidable, la de Luis Procuna, el Berrendito de San Juan.
Con esos y otros muchos, pero muchos recuerdos encima me encaminaré este domingo al coso de Ciudad de los Deportes, nuestra querida Plaza México, en su reapertura luego de 600 días de inactividad. Suerte para todos. Válgame.
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