FRANCISCO ORTIZ PINCHETTI
No me parece que la descalificación del adversario sea la mejor estrategia de campaña. Lamentablemente, esa práctica ha ocupado un lugar preponderante en las contiendas electorales en los últimos años, a todos los niveles. En lugar de confrontar ideas y propuestas, se intercambian en debates y declaraciones epítetos y acusaciones de corrupción que a menudo no se prueban.
El éxito del candidato presidencial del PAN Diego Fernández de Ceballos, cuando en el primer debate presidencial de la historia en 1994 sacó sus “trapitos sucios” tanto al candidato perredista Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano como al priista Ernesto Zedillo Ponce de León, marcó un precedente que se convirtió en costumbre. Sin embargo, el Jefe Diego ganó el debate, pero perdió la elección.
Muy por debajo de esa práctica, finalmente ineficaz, está la llamada “guerra sucia” o “campaña negra” entre candidatos, basada fundamentalmente en la filtración generalmente anónima de supuestos documentos, videos o grabaciones a través de la redes sociales y de algunos medios que se prestan al juego. Aunque esta modalidad deleznable ya riñe con la ética, es sorprendente que a ella recurran inclusive quienes pregonan valores morales como sustento de su concepción política y su propuesta de gobierno.
La contienda en Benito Juárez por la alcaldía y las diputaciones locales, lamentablemente, en la que ha habido propuestas serias e importantes sobre todo en el tema de la inseguridad, no ha estado exenta de ese tipo de filtraciones y golpes bajos. Francamente, los juarenses no merecemos eso. Ojalá esto se corrija en la última semana de actividad proselitista y los candidatos encausen sus esfuerzos a convencer a la ciudadanía de sus planteamientos y no en denostar al contrario desde el anonimato. Se vale acusar, pero también se exige dar la cara. Válgame.
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