“En nuestra tradición familiar, esta celebración era muy lateral, modesta. Se limitaba a una merienda con el tradicional pan de muertos, tamales y chocolate. En mi casa no se acostumbraba poner ofrenda. Y menos adornos de papel picado…”
POR FRANCISCO ORTIZ PINCHETTI
Quedé estupefacto ante el anuncio fijado a la entrada de un establecimiento comercial ubicado en el Eje 7 Sur Félix Cuevas. Y eso que ya no me sorprendo ante el inusitado auge que ha cobrado la celebración del Día de Muertos en nuestro país, y particularmente en la capital. Me parece que supera con mucho a las fiestas patrias, en cuando a la popularización del tema referente al regreso de nuestros fieles difuntos, aunque con una mezcla de tradición auténtica, folclore, atractivo turístico, religiosidad profunda, sofisticación, adulteración, diversión y jolgorio… Aparte, claro, de la derrama económica que produce.
En nuestra tradición familiar, esta celebración era muy lateral, modesta. Se limitaba a una merienda con el tradicional pan de muerto, tamales y chocolate. En mi casa no se acostumbraba poner ofrenda. Y menos adornos de papel picado.
Era sin embargo una fiesta que le gustaba a mi madre, Emily. Ese día sacaba su vajilla negra, siempre. A veces ponía algún adorno con flores de cempaspúchil. No recuerdo en alguna ocasión haber acudido a un panteón para visitar a nuestros muertos durante mi infancia. En cambio, era común algún paseo familiar, tal vez un día de campo el día 2 de noviembre aprovechando el semi asueto que ya entonces se acostumbraba.
Personalmente recuerdo haber conocido las celebraciones de estas fechas en Janitzio y Mixquic, dos lugares que se han vuelto famosos precisamente por las celebraciones del Día de Muertos. A la isla del lago de Pátzcuaro, en Michoacán, acudí en una ocasión y de manera un tanto fortuita. Me encontraba en Morelia para la cubertura como reportero de un proceso electoral, en 1995. Era el 1 de noviembre y caminaba por la Plaza de Armas de la capital michoacana cuando me topé con un anuncio que ofrecía un tour a la isla de Janitzio que incluía el traslado en autobús esa misma noche ida y vuelta y la visita al cementerio. Lo tomé.
Llegamos al embarcadero de Pátzcuaro como a las ocho de la noche. Enseguida abordamos una lancha para atravesar el lago, hasta la isla. El guía nos indicó que disponíamos de dos horas para ascender hasta el panteón, en la parte alta de la isla, y regresar. Subí con emoción, entre una hilera interminable de puestos de vendimias, incluidos olores a fritangas y expendios de cerveza. Eso me resultó francamente decepcionante. Sin embargo, al llegar al camposanto y mirar la panorámica que ofrecían cientos de cirios encendidos sobre las tumbas sentí un sobresalto. Era un espectáculo sobrecogedor.
Por supuesto hay también excesos. Como la proliferación de venta de bebidas alcohólicas en las inmediaciones de los panteones o la distorsión de las tradiciones al grado de convertirlas en jolgorios…”
Caminé un poco para mirar las ofrendas colocadas sobre las lápidas, o la tierra y más allá del aspecto folclórico encontré en la actitud de la gente ahí postrada –casi todas mujeres, por cierto— un significado distinto, mezcla de dolor y veneración, de respeto y abnegación. Antes de regresar me asomé a un toldo bajo el cual se llevaba una exhibición de danzas purépechas, en especial la ya célebre de Los viejitos, interpretada por diversos grupos, algunos de niños. Me gustó mucho. En la bajada hacia el embarcadero entre un tumulto experimenté de nuevo el desencanto y ya hasta alguna franca molestia.
Mi segunda experiencia fue similar, dual. En este caso se trató de una visita en familia al panteón de Mixquic, en la alcaldía de Tláhuac, un 2 de noviembre. El primer contratiempo fue el intenso tráfico que encontramos en el trayecto. El segundo, la cantidad de vendedores en los alrededores del cementerio. Disfrutamos en cambio en espectáculo de las tumbas adornadas, de los cirios, del fervor de los deudos, todo en un ambiente mágico de cempasúchil. El regreso fue otra vez una pesadilla, agravada ahora por la cantidad de jóvenes que en el camino exigían su “calaverita” con actitudes agresivas e inclusive golpeando el vehículo.
Ambas incursiones personales en la profunda celebración de dos culturas mexicanas distintas, la Purépecha en Michoacán y la Náhuatl en Mixquic, pese a todo, me dejaron emociones y enseñanzas valiosas, que con el paso del tiempo valoro más. Me permitieron al menos asomarme un poco al misterio de la muerte.
Hoy, a pesar de dos años de suspensión por la pandemia del Coviv-19, observo un boom de la celebración del Día de Muertos. Veo oficinas públicas y privadas, e incluso la clínica del IMSS a la que asisto, adornadas con tapetitos, calaveras y otras figuras de papel picado, de diversos dolores. También encuentro por doquier ramos de cempasúchil y alusiones diversas a la festividad. Como nunca, en muchas casas se instalan ahora ofrendas a los fieles difuntos, replicando la costumbre ancestral.
En Ciudad de México, las actividades públicas relacionadas con festividad del Día de Muertos abarcan ahora la segunda quincena de octubre y los primeros días de noviembre. Tenemos de nuevo el desfile y concurso de alebrijes monumentales, y su exhibición durante dos semanas en el Paseo de la Reforma. Luego sigue la Porcesión de Las Catrinas, inspiradas en la figura creada por el dibujante zacatecano José Guadalupe Posadas, en la que puede participar cualquiera que se atreva a disfrazarse a modo.
Finalmente, el Gran Desfile del Día de Muertos, curiosamente inspirado en escenas de una película de James Bond, que se ha convertido en verdadero acontecimiento, un atractivo turístico incluso internacional. A todo esto se suma la Ofrenda Monumental que se montó en el Zócalo, conformada con calaveras y catrinas elaboradas con la participación de artesanos de las 32 entidades que conforman la República Mexicana.
Por supuesto hay también excesos. Como la proliferación de venta de bebidas alcohólicas en las inmediaciones de los panteones o la distorsión de las tradiciones al grado de convertirlas en jolgorios. Y también la lamentable adulteración de los productos propios de estas fechas, como las calaveritas de azúcar o el pan de muerto. Por cierto, el letrero al que me refería al principio estaba en una nevería muy bien puesta. Anunciaba, lo juro, “paletas de pan de muerto”. Válgame.
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