“Los que ofrecían la posada repartían canastitas de papel de china o papel crepé azules, amarillas, rojas, verdes, con colaciones de colores, botellita de anís, chocolatitos con alegría y peladillas”.
POR ERNESTO LEE
Siempre asociaré diciembre con gratos recuerdos y buenos momentos. Además de la navidad en familia, este mes siempre me trae rencuentros con amigos de toda la vida y con las nuevas amistades; con primos, tíos y tías a los que no veo con frecuencia. El último mes del año, para mí, es también añoranza por los recuerdos de los festejos decembrinos de mi infancia.
La primera gran celebración del mes era el 8 de diciembre, el santo de mi abuela materna Conchita. Ella siempre se festejaba su día con una comida, que la mayoría de las veces tuvo por plato principal mole de guajalote y arroz a la mexicana. Para ello, en la casa se criaba a un guajolote -al que yo alimentaba- y que había que cuidar hasta el día del festejo.
Llegada la fecha, muy temprano se ponía a hervir agua en grandes ollas y se mandaba traer a “la Güera”, la señora diestra en las artes de poner fin a la vida del guajolote con rapidez y capaz de realizar toda una serie de acciones coordinadas para cortarle la cabeza, recuperar la sangre del animal, quitarle las vísceras y las patas, desplumarlo y limpiarlo perfectamente, para posteriormente hacer un buen caldo. Yo era testigo de todo el proceso, pero no me asustaba.
La preparación del mole era otra experiencia que había que ver, también venía otra señora a ayudar a la preparación; con sus manos diestras, Juanita, se ponía a moler todos los ingredientes en el metate: varios tipos de chiles, jitomates, ajos, chocolate, entre otros, para después agregarlos poco a poco en una cazuela de barro puesta sobre un anafre, que lentamente comenzaba a desprender olores deliciosos. Cuando la comida estaba lista, se ponía la mesa. Mi abuela, siempre muy arreglada, recibía a los invitados en la sala.
Ocho días más tarde, el 16 de diciembre, empezaban las posadas. En el barrio donde está la casa de la abuela solía haber siempre una o más cada día, que reunían a todos niños y adolescentes del vecindario. Eran posadas en forma, todo iniciaba con los niños formados siguiendo a las Andas, una representación con las imágenes de bulto del Señor San José y de la Virgen María, que va sentada en un burrito, en su camino de Nazareth a Belén y que encabezan la procesión pidiendo posada. A todos los niños nos repartían velitas de cera de colores, el libro con los cantos para pedir posada y luces de bengala. Después de dar una vuelta o dos por la calle, llegábamos a la casa que era la anfitriona de ese día, o más bien, de esa noche (porque todo se hacía en la noche), y comenzaban los cantos: “Eeen eeel nombre del cieeelo/Ooos pido posaaada/Pueees no puede andaaar/Miii eeesposa amaaada”. Dentro de la casa, los adultos y niños que hacían de posaderos respondían: “Aaaquí no es mesooón/Siiigan aaadelante/Yo no puedo abriiir/No sea aaalgún tunaaante”.
Así seguíamos hasta llegar el momento en que finalmente se abrían las puertas de la casa y todos entrábamos entonando aquello de: “Entren santos peeeregrinos, peeeregrinos, reciban este rincón, aunque es pobre la moraaada, la moraada, os la doy de corazón”. Y entonces encendíamos todos nuestras luces bengala, una tras otra, mientras íbamos entrando y acomodándonos en la casa.
Después, se rezaba la parte del novenario que correspondía y, al terminar los rezos, seguían los cantos para pedir los dulces: “Ándale Pedro, sal del rincón con la canasta de la colación”; “Ándale Juana no te dilates, con la canasta de los cacahuates” y “En esta posada nos dieron piñones porque Emiliano empeñó los calzones”.
Los que ofrecían la posada repartían canastitas de papel de china o papel crepé azules, amarillas, rojas, verdes, con colaciones de colores, botellita de anís, chocolatitos con alegría y peladillas.
Luego, se empezaba a oír: “No quiero oro ni quiero plata, yo lo que quiero es romper la piñata”, lo que significaba que había llegado el momento de romper las piñas. Formados por estaturas, del más chico al más grande, todos queríamos pegarle a la piñata, lo cual no era fácil pues se tenía que intentar con los ojos vendados, mientras la piñata subía y bajaba, engañando al que le tocaba en turno.
Las piñatas eran ollas de barro, hechas exprofeso, forradas de papel crepé, para formar una rosa, o de papel de china y papel charol para la estrella, cuyas puntas eran un trofeo útil pues servían de cucurucho para guardar las cañas, mandarinas, cacahuates, tejocotes, limas, naranjas y hasta guayabas que contenían las piñatas.
Además, para que nadie se fuera sin su fruta (porque no había alcanzado a atrapar mucha o porque no se hubieran aventado a la piñata), se repartían bolsas de papel de estraza con más fruta. Para beber había ponche y algunas veces también se ofrecían buñuelos. Así que uno salía de las posadas con un montón de dulces y frutas.
La última posada era en la Nochebuena, pero esa posada era la casa de la abuela, pues era el preámbulo a la cena de Navidad, que en mi familia siempre ha sido motivo de reunión. Pero de eso les contaré en otra ocasión.
¡Feliz navidad!
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