SALDOS Y NOVEDADES/ La maestra Viro

Foto: especial.
“El escribidor todavía ignora si eran tiempos mejores, pero de ninguna manera los reprocha. Fue su primaria y su secundaria. Tampoco los idealiza, fue lo que hubo. Y así se asumió, sin ninguna opción…”
POR GERARDO GALARZA
¡Uf! Muy pocos se acordarán.
En ese entonces el inicio de clases era en febrero.
Se explicaba que en el país había dos calendarios escolares: el A y el B, como podían ser el 1 y el 2, por -lo supe después, es un decir- las condiciones climáticas del país.
Según entendí -lo cual no es necesariamente es cierto-, los alumnos del centro y sur del país asistíamos a clases entre febrero y noviembre, y los del norte entre septiembre y julio.
Pero resultó el que mundo, y sobre todo nuestros vecinos del norte, tenían vacaciones en verano y nosotros estábamos desfasados.
Haya sido como haya sido, se decía ayer, mi generación vivió ese calendario escolar, el que ordenaba vacaciones en diciembre y enero. Y ¿cómo no? Son los meses de las posadas, de la Navidad, del Año Nuevo y de los Reyes Magos. En fin, la globalización que entones no existía se impuso con el correr de los años y llegamos a las vacaciones de verano. ¿Alguien puede imaginar a un español (colonialista, subyugador, imperialista, según el actual gobierno mexicano) que no tenga vacaciones en verano, como ahora también las tienen los mexicanos colonizados y subyugados… para ser iguales o sentirse iguales o aprovechar los ingresos provenientes del turismo internacional?
Bueno, el caso es que entrábamos a la escuela en febrero y así lo hice, por decisión de mis padres, en1962. Entré al curso de “párvulos”, lo que luego se llamó kínder y después preescolar, que alcanzó casi el grado de maestría cuando se convirtió en un periodo de tres años (mis hijas y mis nietos lo cursaron así, previo paso por la guardería).
En caso es que mis compañeros y yo éramos “párvulos”. Y no era fácil: había que prepararse para iniciar la primaria, que en muchos casos de mis compañeros sería la única educación académica formal que tendrían. El escribidor debe contar que en su pueblo apenas si había dos primarias (dos particulares y una oficial estatal) y sólo una secundaria (particular también). Esas eran las únicas opciones y las diferencias no eran muchas, en serio.
Entonces, no había listas de útiles, por lo menos que lo haya sabido. Llegué a la escuela con un lápiz y un cuaderno y días más tarde con un “Silabario”, con el que había que aprender a leer y escribir para, por supuesto, llegar bien preparado, a la primaria, en un grupo donde no importaban las edades, sino simplemente “lo que sabía” en alumno, y así era “colocado” en el grupo correspondiente.
No, no había para uniformes y eso que era una escuela particular. Bueno, ni siquiera los zapatos eran obligatorios… eran una escuela parroquial y hubiera sido muy escandaloso que rechazara a un alumno más pobre que los demás. Sí, se llamaba el Instituto Don Vasco de Quiroga, controlado por la Orden de los Hermanos de la Sagrada Familia (ya desaparecida, creo) de Uruapan, Michoacán.
Entonces, no había bullying (o como se escriba): los cojos (afectados por la poliomielitis) eran cojos, los prietos eran prietos y, en caso extremos, negros; los tartamudos, tartamudos; y quienes usaban lentes eran, por lo menos, “cuatro ojos”. Y no faltó la crueldad, tan infantil. Nadie, que el escribidor sepa, se traumó ni necesitó terapia alguna. Vamos, ni él mismo.
Un balón de futbol, bueno, una pelota de hule era un lujo para el recreo, que había dos: mañana y tarde, porque no había horario corrido. Me explico porque no se me va a entender: Entrábamos a las nueve de la mañana, salíamos a comer al mediodía, regresámos a las tres de la tarde…
Éramos, fuimos, felices. Y más cuando volvíamos de la escuela, según cantó Joan Manuel Serrat…
Los profesores, en el caso del escribidor “hermanos” religiosos en su mayoría, estaban armados de gises, borradores y reglas de madera de un metro de largo, que eran utilizados como correctivos…
Para nuestra bendición no había Procuraduría de Defensa de los Derechos del Menor y de haber existido nuestros padres habrían estado del lado de los ahora calificados como nuestros presuntos agresores. Si el cuero me entrega, el mismo que le recibo, decían los padres a los profesores. ¡Echen cuentas! Desde la más tierna infancia había que hacerse hombres -se decía entonces- para aguantar la vida que vendría.
El escribidor todavía ignora si eran tiempos mejores, pero de ninguna manera los reprocha. Fue su primaria y su secundaria. Tampoco los idealiza, fue lo que hubo. Y así se asumió, sin ninguna opción.
Muchos años después, como escribió el gran Gabo García Márquez, el señor Julio Scherer García preguntaba con extrañeza:
–Don Gerardo, ¿quiénes fueron sus maestros?
Y el escribidor decía los nombres de quienes se acordaba de la primaria, la secundaria y la preparatoria y, evidentemente, el señor Scherer García no conocía a nadie de ellos. “Cuénteme”, decía.
Y le contaba y repetía los nombres de mis maestros. Y no entendí porque nunca me creyó, aunque me dijo: Seguramente eran unos chingones o algo así.
Sí.
Sí que lo fueron, entre ellos la madre del escribidor (que sí tuvo), quien regresó a su cátedra de segundo año de primaria para apoyar económicamente las locuras de su hijo que aspiraba a ser periodista.
Hoy, en mi pueblo, hay muchos quienes con mucho respeto dicen: yo fui alumno de la maestra Viro, sin ella no sería lo que soy… y tampoco yo piensa, dice para sí mismo el escribidor.