En ese edificio se alojaban muchos refugiados españoles, como mis abuelos. Mi madre recuerda que cuando llegaron, a finales de los cuarenta, había varias cantinas y muchos borrachos en las calles, sobre todo en la esquina con San Cosme. Cuando las quitaron, mejoró mucho, pusieron tiendas y cambió la vida de la colonia.
POR ARANTXA COLCHERO
¿Será por azar o es que teníamos que estar ahí en ese preciso instante? Dos minutos después, él hubiera entrado y no hubiésemos podido ver por dentro el edificio donde vivieron mis abuelos maternos con sus cinco hijos. Estábamos frente al edificio, yo tratando de reconocerlo porque el entorno y la puerta de entrada habían cambiado, cuando se acercó un vecino y me preguntó: “¿a usted también se le olvidaron las llaves?” “No, le dije. Aquí vivía mi abuela”. ¿Quién era su abuela?
La recordaba muy bien, igual que a mi abuelo y a mi tía la más pequeña. Contó que eran muy buenas personas, que ayudaban a los demás y que recordaba el agradable olor del puro que fumaba mi abuelo. Que los departamentos y la colonia estaban muy bien hasta que vinieron las rentas congeladas y los vendedores ambulantes. Y sí, hoy se ve en la Santa María la Ribera un paisaje muy heterogéneo: casas muy antiguas, bonitas pero deterioradas, otras pocas remodeladas, grafiti en predios desocupados, pequeñas tiendas, varios puestos informales de comida y algunos cafecitos interesantes. Por fortuna, se conserva la alameda con el emblemático Kiosco Morisco rodeado de jardines.
En ese edificio se alojaban muchos refugiados españoles, como mis abuelos. Mi madre recuerda que cuando llegaron, a finales de los cuarenta, había varias cantinas y muchos borrachos en las calles, sobre todo en la esquina con San Cosme. Cuando las quitaron, mejoró mucho, pusieron tiendas y cambió la vida de la colonia.
En el patio central se hacían fiestas, amistades entrañables, los enamorados se daban besos a escondidas, se celebraban cumpleaños con música para bailar hasta que la portera mal encarada les cortaba la luz. Ponían un mecate en una claraboya hasta el otro lado para colgar piñatas para las posadas.
Cuentan las tías que en el departamento 26 veían la tele y las luchas los domingos. En el 40 vivía la madre de una amiga del alma, con quien comparto estos recuerdos. A los nietos nos tocó varios años celebrar Día de Reyes en el patio con las familias. A mi me encantaba ir a casa de mi iaia, tenía muy arreglado su departamento, desayunaba en una barrita que tenía una ventana circular al fondo. El baño tenía mosaicos negros y blancos que me gustaban mucho. Y el cuarto de visitas estaba lleno de fotos, no terminaba nunca de verlas. Y mi iaia hablaba catalán, aunque estuviera al lado alguien que no lo hablara. Decía “cómete la salchicha, niño”. Siempre muy arregladita, para toda ocasión, como todas sus hijas.
Entrar al edificio Santa María me permitió transportarme al pasado, lleno de recuerdos que siempre están ahí pero que olvidas porque no los nombras. Evocarlos y compartirlos es una enmienda en estos tiempos de enorme incertidumbre, de impermanencia.
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