Libre en el Sur

Días de otoño

“Será porque yo nací en octubre. O porque, beisbolero como soy, la Serie Mundial –llamada el Clásico de Otoño precisamente—, tiene lugar también en este mes de las lunas más hermosas del año…”

Por Francisco Ortiz Pinchetti

Si, disfruto la caída de las hojas secas en las tardes ya friítas del otoño. También me gusta el crujir de esas hojas al pisar con mi nieta Lua la alfombra dorada que forman sobre el césped del parque. Así de cursi. Me provoca una sensación ciertamente nostálgica, pero muy agradable. Puedo asegurar de que a diferencia de quienes disfrutan con el renacer de la primavera, el calor radiante del verano o la melancolía apapachadora de nuestro benévolo invierno, es la que acaba de comenzar apenas la estación que más me gusta. Mi favorita, pues.

Será porque yo nací en octubre. O porque, beisbolero como soy, la Serie Mundial –llamada el Clásico de Otoño precisamente—, tiene lugar también en este mes de las lunas más hermosas del año, porque en-ellas-se-refleja-la- quietud-de-dos-almas-que-han-querido-ser dichosas-al-arrullo-de-su-plena- juventud…

Así de cursi.

Ciertamente éste último tema, el beisbolero, representa uno de mis más gratos recuerdos de niño y adolescente, allá por los últimos años cincuenta del siglo pasado, en mis tiempos de estudiante de primaria y secundaria en el Instituto Patria de los jesuitas.

La Serie Mundial era un acontecimiento que no podía pasar desapercibido. Recuerdo que durante el recreo y a la salida escuchábamos las transmisiones de la NBC en el radio portátil de algún compañero, que colocábamos sobre una de las mesas de pin-pon que había en el patio de la escuela. Ahí seguíamos la crónica sabrosa del estadunidense-argentino Buck Canel (“No se vaya, que esto se pone bueno…”), con su Cabalgata Deportiva Gillette, y los comentarios desmesurados de nuestro irrepetible Pedro “El Mago” Septién  (“El beisbol es un deporte exacto que construye monumentos y destruye catedrales…”). La emoción era aún mayor cuando se enfrentaban, como en 1958, terminando yo segundo de secundaria, los Yanquis de New York contra los Dodgers en ese entonces de Brooklyn.

En años posteriores, ya mayor, la Serie Mundial siguió siendo un espectáculo otoñal imperdible, pero ya a través de la televisión. Incluso durante mis tiempos de reportero, en Revista de Revistas, en Excélsior, y sobre todo en el semanario Proceso, era tema de comentarios, discusiones y también apuestas económicas. Compartía esa afición, entre otros, con Vicente Leñero, Gerardo Galarza, Paco y Armando Ponce, Efrén Maldonado, Juan Miranda y el mismo Julio Scherer García, muestro director, que llevaba su predilección por los Yanquis hasta la obsesión… algo muy afín con su personalidad.

La tercera estación me sabe y me huele a la esencia de azahar del pan de muerto de las monjas agustinas de San Juan Mixcoac, al mucbipollo yucateco y a canela en rajas de la calabaza en tacha.

Con la llegada del otoño recuerdo también los días intensos de los exámenes finales, que tenían lugar en noviembre… Ese miedo que de pronto era angustia ante el cuestionario definitivo del que dependían nuestras vacaciones, porque irse a un examen extraordinario en enero se convertía en una maldición que arruinaba nuestro asueto invernal.

Por lo demás, el otoño era precisamente el tiempo de las vacaciones largas, las de fin de año en ese entonces. Salíamos a mediados de noviembre y regresábamos a clases hasta principios de febrero. Esto significaba la posibilidad de hacer algunos paseos fuera de la ciudad o convivir con mis primos, los Muñoz Pinchetti. Dábamos rienda suelta a nuestra afición como peloteros llaneros. Para eso íbamos a jugar con algunos amigos a los campos de beisbol de la Cervecería Modelo, por los rumbos de la colonia Irrigación, entre aromas de cebada provenientes de la fábrica y olores fétidos de un arroyo de aguas negras que teníamos que saltar cuando llegábamos desde las inmediaciones de la colonia Anzures, donde vivían mis queridos parientes.

El otoño me trae también imágenes muy bellas, como los árboles cubiertos de follaje oro y carmesí, radiantes, en los alrededores de Alburquerque, Nuevo México, hasta donde viajé para entrevistar al escritor chicano Rudolfo Anaya para Revista de Revistas, allá por 1976. También el paisaje más bello del año en las Barrancas del Cobre, en la sierra Tarahumara de mi entrañable Chihuahua, con sus pinos dorados, sus arroyos caudalosos en esa época y sus cascadas imponentes como la de Basaseachi, con sus 246 metros de caída libre…

La tercera estación me sabe y me huele a la esencia de azahar del pan de muerto de las monjas agustinas de San Juan Mixcoac, al mucbipollo yucateco y a canela en rajas de la calabaza en tacha. Olores otoñales a ofrenda, a cempasúchil, a tamal, a tradición de Día de Muertos. Celebración que por cierto tiene una expresión singular en Pátzcuaro, Michoacán, donde mi amada Becky y yo tuvimos en días otoñales una estancia gratísima, la última. Tomamos nieve en los portales de la enorme plaza Vasco de Quiroga, paseamos en lancha por el lago, probamos uchepos en el muelle y comimos charales fritos en Janitzio, luego de subir hasta el panteón.

Esta temporada del Adviento cristiano, se prolonga además a lo largo del mes de diciembre y pasa necesariamente por las celebraciones guadalupanas y, pellizcando ya las fiestas navideñas, las casi olvidadas posadas y por supuesto la Tradicional Pastorela Mexicana que cada otoño pone en escena mi sobrino Rafael Pardo, queridísimo, ¡desde hace 33 años!

Por todo eso y mucho más es que a pesar de mis penas me alegra como cada año la llegada de mi estación favorita. Esta vez la recibo sin mayores expectativas, sin ningún plan por realizar, y con más nostalgias que certezas. La voy a disfrutar.

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