Ciudad de México, agosto 6, 2025 13:03
Francisco Ortiz Pardo Opinión

EN AMORES CON LA MORENA / Siete cipreses

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“Si su entorno vital se fractura, si se corta la tierra que lo sostiene, el equilibrio se pierde como se perdió ya en Acacias. El daño no siempre es inmediato. A veces empieza con ramas secas. Luego viene el silencio”.

POR FRANCISCO ORTIZ PARDO

Lo que ahí había —antes de que llegaran los andamios, los moldes de madera y el concreto que trepa como hiedra— eran cipreses. No uno, ni dos: siete en total, erguidos como centinelas de otro tiempo. Su presencia no es una suposición romántica ni un gesto nostálgico: ha sido verificada con apoyo de herramientas de análisis visual y confirmada a través de la morfología que revela la fotografía. Cupressus lusitanica, se llama la especie. Los llaman comúnmente cipreses mexicanos o de Portugal.

Alguien podría pensar que eran pinos, quizá por la altura o la forma del tronco. Pero no. Los pinos se delatan con sus agujas largas, acículas que cuelgan en racimos visibles. Aquí no hay tal cosa. Lo que se observa es un follaje denso, apretado contra las ramas, compuesto por pequeñas escamas. Esa es la firma discreta del ciprés.

Tampoco las ramas engañan: en los pinos se abren en capas amplias, en cambio los cipreses crecen de forma más compacta, en vertical, con ramas que parecen querer seguir el curso del tronco sin invadir el aire. La corteza también habla: más fibrosa, agrietada en líneas verticales, sin la escama gruesa del pino.

Y hay otra razón aún más sencilla: el contexto. En zonas urbanas como esta, son los cipreses los que resisten. Se plantan por su porte delgado, por su capacidad de adaptarse al espacio reducido, por la sombra puntual que ofrecen sin desplazar. No estorban. No reclaman. Solo crecen.

El caso de los siete cipreses, de los cuales ya solo quedan tres, tras el avance de una construcción de diez casas lujosas en la esquina de Comunal y Moras, en la colonia Acacias de la alcaldía Benito Juárez, es un ejemplo vívido —y ominoso— de lo que ocurre cuando el cemento avanza sin freno sobre el arbolado urbano. Hoy, esos tres árboles sobrevivientes permanecen acorralados, a tan solo tres metros de los muros que han sido levantados en semicírculo a su alrededor, como si hubieran sido dejados ahí por lástima o para cumplir con algún simulacro de conciencia ambiental.

Desde una mirada preliminar —y según el análisis visual realizado con inteligencia artificial a partir de las fotografías disponibles—, su estado físico muestra signos de estrés: ramas secas, pérdida de densidad en algunas copas, e inclinaciones descompensadas. Aunque no puede establecerse un diagnóstico definitivo sin una evaluación técnica en sitio, la evidencia observable —interpretada con apoyo de herramientas automatizadas de reconocimiento de vegetación urbana— permite advertir deterioros compatibles con daño por compactación del suelo, alteración del entorno o deficiencia hídrica. En todo caso, la escena es clara: lo que alguna vez fue un conjunto de árboles adultos, altos, con décadas a cuestas, se ha reducido a un trío sitiado entre concreto, grava y sombra artificial.

Así lucía el terreno con los siete árboles. Foto: Especial

Este caso no es aislado. Es una advertencia tangible para quienes aún dudan del riesgo que implicaría permitir un edificio junto al Laureano, el laurel monumental que habita en el corazón de Tlacoquemécatl del Valle. Ese árbol no solo impone por su altura y su historia compartida con el vecindario: extiende sus raíces hasta tres veces el diámetro de su copa, de acuerdo con el conocimiento científico publicado sobre la especie (Ficus benjamina). Si su entorno vital se fractura, si se corta la tierra que lo sostiene, el equilibrio se pierde como se perdió ya en Acacias. El daño no siempre es inmediato. A veces empieza con ramas secas. Luego viene el silencio.

Para muestra, un botón, dice el dicho. Y ahí está el caso de los siete cipreses de Acacias, donde ya solo sobreviven tres, sitiados entre concreto y muros. Pero lo que se juega hoy en Tlacoquemécatl del Valle es mucho más que una anécdota arbórea: es un parteaguas. En el caso del árbol conocido como Laureano, se ha advertido —conforme a la experiencia acumulada de observar la depredación urbana sistemática— lo que puede ocurrir si no se actúa con determinación.

Eso es lo que para algunos inconsecientes es “propiedad privada”, como si eso pudiera justificar que esté por encima del bienestar común, de una comunidad originaria, de la colectividad y de la historia. No le llaman por su nombre: desarrollo inmobiliario depredador.

El valor de las vecinas de un movimiento que hoy, bajo su propio riesgo, enfrentan incluso las hostilidades por transformar el entorno y legar algo más bello de veras para las siguientes generaciones es insoslayable: no solo se trata de lograr un parque en el predio de Miguel Laurent 48, por los medios que decida el gobierno, sino de instaurar una manera distinta de cuidar el mundo.

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