Ciudad de México, noviembre 22, 2024 13:52
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Muere Vicente Leñero, el más importante escritor vecino de la Delegación BJ; aquí sus añoranzas de San Pedro de los Pinos

En un texto dedicado a la memoria de su madre, el multigalardonado periodista, escritor y guionista avecinado en Benito Juárez, evoca recuerdos y vivencias infantiles con los que pinta a pinceladas magistrales al viejo San Pedro de los Pinos, el de los tranvías amarillos y los hoyancos en las calles de tierra, donde vivió hasta su muerte la mañana de este miércoles 3. Como un modesto homenaje, Libre en el Sur comparte con sus lectores fragmentos de su emotiva narración, publicada originalmente por el dramaturgo y novelista en abril del 2009. (Fotografía de Cuartoscuro).

Vicente Leñero (Especial)

Lo conoció en un tranvía amarillo de los que rodaban por Tacubaya.
Está guapo, pensó.
Ella abordaba a diario el vehículo eléctrico acompañada de tía Mela, su hermana mayor, para ir “hasta México” —vivir en Tacubaya no significaba vivir en la ciudad de México— a su trabajo en una zapatería de Dieciséis de Septiembre, primero, y después en Las Fábricas de Lyon, la tienda de artículos religiosos que aún existe en las calles de Madero.
Me está mirando, no me deja de mirar.
Por lo menos dos veces a la semana él se le aparecía ahí, en el interior del tranvía, de pie y asido a la correa del tubo longitudinal, como si el encuentro significara la simple coincidencia de dos pasajeros con horarios de trabajo semejantes.
¿Y si no fuera una simple coincidencia?
Era un joven moreno, de frente amplia y bigote espeso. Vestía de traje, chaleco y reloj de leontina. Una mañana se aproximó al asiento que ocupaban ella y tía Mela. No iba solo. Una joven de cabello largo lo acompañaba; precisamente la vecina de la calle transversal.
¡Virgen santa, viene para acá!
La vecina empezó saludando de mano a tía Mela, luego saludó a ella para enseguida hacer un ademán hacia el joven moreno y decir:
—Miren, quiero presentarles…
Él se llamaba Vicente. Ella se llamaba Isabel.
A partir de ese día, la distancia se trizó como el vidrio de una ventana, de afuera hacia adentro.
Una vez presentados podían sentirse vecinos, conocidos, amigos, un poco más…, aunque ella se hizo la remolona durante meses, tal vez un año.
Ella hablaba poco. Él era una tarabilla.

Isabel cedió a la tarabilla de Vicente, el joven moreno de frente amplia y bigote espeso; a los poemas de Amado Nervo y Gutiérrez Nájera que le recitaba de memoria en el parque frente a la Candelaria; a su habilidad para bajarle del cielo las estrellas; a sus papelitos de amor escritos con letra ilegible de comerciante; a su voz, a sus manos, a sus besos.
Así, Isabel terminó enamorándose del “único hombre de mi vida”.
Se casaron el treintaiuno de diciembre de 1925 —cuando Plutarco Elías Calles era presidente— en el templo que llevaba el nombre del marido: San Vicente Ferrer. Fue el primer matrimonio celebrado en ese templo —presumió siempre Isabel—. Se empezaba a construir en un proyecto de fraccionamiento del antiguo Rancho Nápoles, en las inmediaciones de Tacubaya, antecito de Mixcoac. Lo registrarían pronto como Colonia San Pedro de los Pinos, y en su traza rectilínea, de avenidas y calles perpendiculares, se anunciaban lotes y se vendían casas. Dos eran ya propiedad de Vicente, quien para demostrar a Isabel su capacidad de “bajarle del cielo las estrellas” construyó la primera —en uno de los tres lotes que adquirió, a precio regalado— en la esquina del sexto tramo de Avenida Dos con Calle Nueve, donde viviría el nuevo matrimonio; la segunda, pegadita a aquélla, fue para la madre viuda de Vicente: Juana Orozco. Restaba un lote, en vistas a futuro.
—¿Por qué construyes aquí?, si está lejísimos y desolado —repelaba Isabel.
El rumbo era realmente precario: calles de tierra hoyancudas, construcciones aisladas, agónicos arbotantes para el alumbrado público, cuya luz ensombrecían los numerosos pinos del viejo rancho. Poca gente, muchos perros.
—Esto va a crecer, se va a ir para arriba, ya verás —respondía Vicente.
Lo único grato era el templo en construcción y el parque próximo, con su quiosco provinciano.
Isabel, sin embargo, se sentía insegura.

Nunca los vi discutir, ni alzarse la voz, ni pelear lo que se dice en serio. Seguramente lo hacían, pero nunca delante de los hijos, al menos de mí.
Discutían, quizá, porque mi padre era jolgorioso y tarambana, o porque se la pasaba jugando ajedrez, o porque llegaba de madrugada alegando trabajo excesivo en el restorán El Faro.
Sólo conservo la imagen de mi madre, una tarde, planchando en el comedor, con el rostro goteando de lágrimas, silenciosa, y a mi padre enfurecido dando portazos al salir de la casa.
Me aproximé lentamente.
Me atreví:
—¿Qué te pasa?
—Nada —respondió.
—¿Te hizo algo mi papá?
—Nada —repitió mi madre.

Nos llevaba algunos sábados al parque infantil de Chapultepec, frente a lo que hoy se llama Avenida Constituyentes.
Ahí aprendí a andar en bicicleta, a patinar.
El retorno a San Pedro de los Pinos resultaba difícil, sobre todo en tiempo de lluvias, porque los hoyancos habituales de nuestras calles se convertían en charcos, lagunas, lodazales, donde los autos se atascaban por horas —en las noches los oíamos rugir— y a más de uno se le quebraba la suspensión, el cárter.
Sabedores de que San Pedro de los Pinos era zona de peligro, los taxistas se negaban a tomar pasaje rumbo a nuestra colonia.
Mi madre detenía un taxi.
—No señora, disculpe.
Detuvo otro:
—No, a San Pedro no.
Transcurrió media hora. Le hizo la parada a un tercero.
—Aquí nomás a Tacubaya, adelantito —dijo mi madre.
Abordamos con ella Armando, Celia, Luis y yo.
Luego de cruzar el Puente de la Morena —donde se estancaban las aguas apestosas de un exiguo río que el Viaducto entubó muchos años después— el taxista se dio cuenta de que avanzaba hacia el peligro.
—Adelantito —decía mi madre—. Adelantito, sígale. Sin embargo, el taxista frenó en seco, decidido a no avanzar.
—No nos puede hacer eso —dijo mi madre. Y ella, que era tímida, silenciosa, cohibida, adoptó una actitud vehemente. Fustigó al taxista con toda suerte de expresiones febriles. Era su obligación llevarnos. Su deber. El compromiso de la palabra ofrecida. —Ahora nos lleva porque nos lleva, no faltaba más.
Y el taxista, acobardado, reanudó la marcha del automóvil; sorteando los hoyancos terminó dejándonos en la puerta de la casa.
A pesar de que el incidente era ínfimo, anecdótico, fue para mí definitivo en la admiración que sentí por mi madre en esos momentos. Me enorgullecí de ella. Le dije, pensé decirle, sentí:
Bravo, mamá.

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