Los ‘demonios ‘ de las pandemias
Niña enferma, de Münch. Imágenes: Especial
POR ESTELA ROSELLÓ SOBERÓN
El temor provocado por el dolor y la muerte es acentuado por la ignorancia frente a lo inexplicable y lo desconocido. Cada sociedad coloca a los enfermos en el universo de ideas, creencias, valores y, sobre todo, sentimientos y emociones que dan sentido a su vida cotidiana.
POR ESTELA ROSELLÓ SOBERÓN
La historia empezó más o menos así. Era el sábado 8 de marzo de 2020 cuando miles de mujeres de la ciudad de México salieron a marchar por las calles cansadas de la violencia, el maltrato, la indiferencia hacia la muerte y el sufrimiento de los que de alguna manera u otra se han sentido víctimas durante mucho tiempo.
En la mente y el corazón de todas, también iban las muertas y las desaparecidas por las que nadie ha hecho nada. Ni una más. Mujeres de todas las edades, con pasamontañas y sin pasamontañas, gritaron hartas e indignadas esa mañana, en medio de pintas y humo morado y verde para recordar a todos que las cosas no están bien en este país.
Nadie imaginaba entonces que la tensión y la desolación generada por una marcha de miles de mujeres cuyos cuerpos y respiración todavía podían estar tan cerca como para producir un solo cuerpo digno y furioso, dos semanas después serían sacudidas e incrementadas por una nueva ráfaga de dolor y miedo, esta vez originada por otro mal también incontrolable y virulento pero muy distinto. La era del COVID pronto quedaría inaugurada en México.
A lo largo del tiempo el ser humano se ha enfermado de muchas cosas. La manera de enfrentar los padecimientos y los sufrimientos físicos y mentales que acompañan a la enfermedad ha variado a lo largo del tiempo y tampoco ha sido igual entre todos los pueblos. La experiencia de enfermarse y de curarse siempre es cultural.
También es cultural la forma en la que los seres humanos se han representado y dado significado a la enfermedad; lo es, mucho más, el lugar en que cada sociedad coloca a los enfermos en el universo de ideas, creencias, valores y, sobre todo, sentimientos y emociones que dan sentido a su vida cotidiana. ¿Cómo se miró a los hombres y mujeres infectados con VIH en la década de los ochenta del siglo pasado? ¿Cómo y por qué se confinó a quienes padecieron de melancolía en el siglo XVIII?
Durante siglos, los hombres y las mujeres han sido testigo de innumerables epidemias que han diezmado a países e incluso continentes enteros. Basta con recordar las terribles crónicas de la peste bubónica que azotó a las poblaciones europeas en el siglo XIV o las epidemias de viruela y matlazáhuatl que llenaron de muerte y sufrimiento a las poblaciones originarias de nuestro territorio entre los siglos XVI y XVIII.
Si bien las experiencias de enfermarse varían a lo largo del tiempo y de acuerdo con los espacios en donde se viven, también es verdad que los seres humanos que se han enfermado en cualquier época y lugar seguramente han compartido ciertas emociones, sensaciones y sentimientos como son el miedo, el dolor, el pesar, la desesperanza, el cansancio, el enojo o la culpa.
Es evidente que en los últimos siete meses, los habitantes de la ciudad de México hemos sido presa de un sinfín de emociones muy diversas. Las antiguas certezas que la ciencia y la tecnología nos habían ofrecido a quienes nacimos entre los siglos XX y XXI se han puesto en entre dicho ante el miedo y la incertidumbre de encontrarnos frente a un bicho pequeñito e inerte que aún no logramos comprender del todo y mucho menos, mantener bajo control. Antes del siglo XIX, los seres humanos no conocían que gran parte de las enfermedades que les afectaban eran causadas por virus y bacterias que infestaban su cuerpo; no tenían idea de cómo se contagiaban realmente el sarampión o la gripe, por ejemplo, si bien sospechaban que algo tenía que ver la proximidad con los cuerpos y miasmas de los enfermos.
La amenaza del dolor y la muerte generaban y generan temor; pero más, quizás, la ignorancia frente a lo inexplicable y lo desconocido, lo mismo que la incapacidad para controlar lo que nos afecta. Frente al miedo que da la posibilidad de que el sufrimiento físico y moral nos alcance, los seres humanos solemos demonizar al otro, lo convertimos en sujeto peligroso y amenazante al que es necesario excluir, aislar, no tocar, rechazar.
Así ocurría en la Edad Media cuando muchos culpaban a los judíos, por ejemplo, de ser la fuente de contagio de la peste; o cuando se culpaba a los pecadores de lujuria de ser los causantes de la lepra. Hoy también nos da miedo el otro. Tememos que el otro nos toque, nos respire encima, se nos acerque demasiado.
El COVID genera la necesidad de aislarnos y de protegernos de la proximidad incluso de quienes queremos pero que no están exentos de ser peligrosos y contagiarnos. En nuestro tiempo- un tiempo ya de por sí marcado por el individualismo- la pandemia produce y exacerba muchos sentimientos de soledad y alienación, incrementados por la desconfianza generada por gobiernos irresponsables, que no dan datos creíbles o congruentes, lo mismo que por la circulación de noticias falsas y contradictorias en muchos medios de comunicación y redes sociales.
La falta de información confiable y la suspicacia y miedo que esto genera en tiempos del COVID recuerda, de pronto, el sentimiento de enojo y malestar que sentía Daniel Defoe en el Londres de 1665 en medio de la epidemia de peste que aquejaba a la ciudad aquel año. Cada semana, Defoe se acercaba a las listas de muertos que se pegaban en las puertas de las iglesias y cada semana veía con malestar y con sospecha los datos que solo revelaban las mentiras de las autoridades.
Enfermarse siempre ha producido sufrimiento, pero casualmente, enfermarse también siempre ha generado esperanza o al menos, ha despertado la posibilidad y el deseo de imaginar curarse. Durante siglos, en muchas culturas, el cuidado de los enfermos y de los desvalidos se puso en manos de las mujeres. La relación entre cuidar, aliviar y lo femenino ha sido una constante, al menos en las sociedades occidentales que depositaron la responsabilidad de cuidar al otro casi siempre en ellas. Monjas, enfermeras, esposas, hermanas, madres de familia, amigas que durante siglos dedicaron gran parte de su vida a curar, contener, consolar y acompañar.
Hoy, a siete meses de que el COVID llegara a México, y a siete meses de que aquellas mujeres salieran a las calles a gritar enfurecidas ¡basta!, como muchos mexicanos, muchas han enfermado y han muerto a causa del COVID, en medio de la pobreza, la desnutrición y el desamparo. Otras han hecho frente a la enfermedad quedándose en casa a cuidar a los hijos, a dar clases a los niños ajenos por vía remota, a intentar seguir trabajando en medio de mil batallas disímiles y cotidianas que apenas dan tiempo para respirar. Al mismo tiempo, muchas, las más, han tenido que salir a la calle a desafiar la enfermedad, la soledad, el cansancio, la muerte y el olvido.
Ciertamente, a siete meses de que la epidemia llegara a México, el COVID está lejos de ceder en nuestro país, el patriarcado no ha caído ni la violencia contra las mujeres ha desaparecido. En ese escenario, la incertidumbre, el miedo, el cansancio y la desesperanza son difíciles de abatir. Sin embargo, quizás sea el momento de recordar a Nel Noddings y a otras feministas que en la década de los ochenta del siglo XX siguieron a Carol Gilligan y su ética del cuidado.
Porque en medio de una época en donde privan las dudas y la falta de certeza en casi todo, lo que sin duda es verdad es que ya es tiempo de volver a lo más básico: aprender a cuidarnos a nosotros mismos y cuidar a los otros. Solo a partir de una ética del cuidado que ya no deje la encomienda exclusivamente en manos de las mujeres, sino que nos haga responsables a todos del bienestar del que está frente mí, se podrán combatir el dolor, el miedo, el enojo y la tristeza que inevitablemente caracterizan a toda pandemia.