Ciudad de México, diciembre 18, 2024 05:01
Opinión Oswaldo Barrera Revista Digital Diciembre 2024

Nochebuena sin ponche

Los artículos de opinión son responsabilidad exclusiva de sus autores.

“Aunque estaba dispuesto a dejar que esa fecha pasara de largo, aún me atraía, como desde pequeño, el espectáculo de las luces de colores en su continuo prenderse y apagarse”.

POR OSWALDO BARRERA FRANCO

El primer viaje al extranjero por mi cuenta fue a Cuba, en diciembre de 1994. Poco antes de la devaluación del peso y sin sospecha alguna del “error” que se estaba fraguando, gasté una buena cantidad de dólares entre Matanzas y La Habana, donde no había siquiera una señal de que la Navidad estaba próxima, en medio de una recesión conocida como el “periodo especial”. Eso, hasta que las noticias sobre la caída del peso me hicieron guardar con recelo los dólares que me quedaban y pasé mis últimos días en La Habana caminando por toda la ciudad mientras buscaba cómo gastar lo menos posible, sin dejar de sorprenderme por la generosa hospitalidad de los cubanos.

Aquel viaje terminó justo el 24 de diciembre, cuando, al regresar a la ciudad, me encontré con mi familia en el aeropuerto. No esperábamos coincidir, ya que ellos estaban por comenzar su propio viaje al Caribe, supongo que inspirados por el mío. Aun así, nos topamos en uno de los largos corredores de la terminal y aproveché para contarles brevemente cómo había visto todo por allá; en particular, les pedí que cuidaran mucho sus dólares y, de ser posible, que evitaran a quienes se acercaran para pedirles algo a cambio de un ameno momento de convivencia. Al despedirnos nos deseamos, a regañadientes por mi parte, una feliz Navidad.

Era la primera vez que pasaba aquellas fiestas sin mi familia. Fastidiado por lo que había dejado de representar para mí un periodo de fraternidad y paz, y cansado de los viajes familiares anteriores, en los que me aburría hasta el hartazgo, había decidido que mi primera estancia solo en el extranjero, así como aquella época navideña, la pasaría sin posadas, sin villancicos y sin las acostumbradas prisas por tener todo listo para la cena de Nochebuena. Me pareció el mejor de los tratos y quedé en verme de nuevo con mis padres hasta la víspera de Año Nuevo.

Al llegar a casa, encontré el árbol navideño listo, con esferas, adornos y series de luces cubriendo cada rama. El nacimiento estaba, como siempre, abajo del árbol y, alrededor de éste, los regalos. Miré con curiosidad aquellas cajas con envoltorios brillantes y vi que mis padres no se habían olvidado de dejar uno para mí, a pesar de mi negativa a recibir obsequios ese año. No pude evitar sentirme conmovido por aquel detalle.

En la noche prendí las luces del árbol en lo que me preparaba algo para cenar. Un sándwich sería suficiente, en lugar del bacalao, los romeritos o el pavo acostumbrado en esas fechas. Afuera se alcanzaba a oír la letanía para pedir posada e incluso algunos de mis vecinos, los más cercanos y con quienes me unía una gran amistad, tocaron a la puerta para invitarme a pasar la Nochebuena con ellos. Me negué, congruente con mis recién adquiridos principios antinavideños, aunque agradecí el gesto. Esa noche, como muchas de las siguientes hasta terminar aquel año, la pasaría solo, sin siquiera un ponche para combatir el frío.

Me senté en un sillón para contemplar el árbol y ver cómo las luces iluminaban el techo de la sala. Aunque estaba dispuesto a dejar que esa fecha pasara de largo sin mayor trascendencia, aún me atraía, como desde pequeño, el espectáculo de las luces de colores en su continuo prenderse y apagarse, como mi estado de ánimo en ese momento. Estaba convencido de que, a partir de entonces, así sería el resto de mis navidades, aunque en el fondo extrañaba la emoción infantil que solía llegar con esas fechas.

Por una parte, era agradable estar solo, sin más ruido que el de mis pensamientos, que cada vez se volvían más melancólicos. Por otra, en medio de aquel silencio la casa se sentía enorme y fría sin mi familia. Faltaban sus voces, su presencia alrededor de la mesa del comedor, siempre cenando tarde, casi a punto de dar las doce. Sin embargo, ahí estaban sus regalos bajo el árbol, como recordatorio de que, a pesar de mi ansiada soledad, no era el único habitante de aquella casa poblada de recuerdos.

Aquel silencio a mi alrededor se fue llenando de las voces de mis padres y mis hermanas, a muchos kilómetros de ahí, pero juntos. Me resistí un poco, pero de pronto sentí un impulso y me dirigí a la cocina. Llené un vaso con lo primero que encontré, alcé mi mano y, ajeno a mis prejuicios por aquellas fechas que, supuestamente, habían dejado de significar algo importante para mí, brindé por mi familia, a la que, en el fondo, también le deseé una feliz Navidad.

Al final, luego de una semana, ya con mi familia en casa, nos juntamos para recibir un nuevo año, casi tan complicado como el que estaba por finalizar, pero siempre bienvenido. Los regalos alrededor del árbol se repartieron y llegaron los abrazos pendientes desde Navidad, junto con aquellos reservados para desearnos un feliz año. No podía negarlo, a pesar de disfrutar mi soledad, era mejor hacerlo en familia. Cuarenta años después, desde mi propia casa y con la pequeña familia que he elegido, puedo afirmarlo: ¡felices fiestas!

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