Ciudad de México, abril 12, 2025 11:11
Francisco Ortiz Pardo Opinión

EN AMORES CON LA MORENA / La dulce contradicción

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Entro fascinado al Mercado de Dulces de La Merced. Porque ahí hay una verdad que no está en el octágono negro ni en el spot de televisión. En el mes del niño, me dejo guiar por ese niño que fui entre charolas de palanquetas, bombones de colores y frascos de tamarindo con chile.

POR FRANCISCO ORTIZ PARDO

En el corazón de la Ciudad de México, dentro del laberinto vital de La Merced, existe un rincón donde el tiempo se arremolina entre azúcar, anís y papel celofán: el Mercado de Dulces Ampudia. Fundado formalmente el 13 de septiembre de 1949 y nombrado en honor al revolucionario Jesús M. Ampudia, este mercado forma parte del gran complejo de La Merced, el corazón comercial de la capital desde hace siglos. Pero entre sus pasillos, este segmento dedicado al dulce no es solo comercio: es herencia, es ternura empaquetada.

Son más de 150 locales instalados en 12 pasillos principales, donde laboran alrededor de 600 empleados. Se calcula que en temporada alta —como el Día del Niño o las fiestas decembrinas— se llegan a vender más de 100 mil piezas al día. La variedad es infinita: obleas, cocadas, tamarindos, palanquetas, alegrías de amaranto natural y de chocolate, calaveritas de azúcar, jamoncillos, gomitas con chile, frutas cristalizadas como higos, chilacayote, jitomate, ciruelas, xoconostle, papaya y mamey, glorias del norte y mazapanes de todos los colores y tamaños. Muchos de estos dulces no tienen marca registrada, pero poseen lo que ninguna etiqueta puede dar: historia.

La tradición dulcera de esta zona es más antigua que el mercado mismo. Familias de Xochimilco y Milpa Alta, con raíces precolombinas, han conservado sus recetas por generaciones, mezclando frutas, miel y semillas para preparar dulces. Dulceros que llegaron de Puebla, Michoacán o Veracruz convirtieron este rincón en un epicentro de la identidad mexicana. Algunos negocios han pasado por tres o cuatro generaciones, y sus vitrinas no se han movido desde que eran niños quienes hoy atienden. Ahí se intercambian chismes, se negocia con billetes viejos y se envuelven kilos de felicidad en bolsitas de celofán. Si uno quiere saber de qué está hecha esta ciudad, solo tiene que entrar ahí.

Yo no sé si la 4T alguna vez tuvo dulzura, pero si la tuvo, ahora está empacada en la ideología, tiene etiquetado negro de advertencia y se vende a escondidas. En esta ciudad que se presume vanguardista y moralmente superior, basta con abrir los ojos para descubrir que el discurso oficial es más empalagoso que una oblea de cajeta, pero tan falso como el jarabe de maíz de alta fructosa.

Al descender al Metro, ese subterráneo de contradicciones que moviliza a millones, uno se enfrenta a una feria de estímulos visuales patrocinados por las mismas marcas que se supone deberían estar en el banquillo de los acusados. Anuncios de refrescos azucarados, botanas procesadas y productos ultracalóricos nos bombardean en vagones y andenes como si se tratara de una dulce venganza contra la coherencia. Y en los parabuses, en plena superficie, la historia se repite. La ciudad de los derechos permite que el espacio público sea ocupado por aquello que el gobierno asegura combatir.

Pero si hay una metáfora dulce —y ácida a la vez— del doble discurso, esa se llama Chocolates Bienestar. Estos productos, distribuidos como parte del evangelio de la autosuficiencia nacional, llevan el sello del gobierno… y también los sistemas de advertencia de exceso de azúcar, grasa saturada y calorías que la misma administración impuso con tanto orgullo. ¿Cómo se explica entonces que estos chocolates lleguen a las escuelas sin problema, mientras se prohíben papitas y pastelillos en los recreos?

El etiquetado frontal fue presentado como un acto revolucionario en pro de la salud. Pero la revolución se detiene cuando se trata de las marcas propias del régimen. Si el objetivo era combatir la obesidad infantil, ¿por qué se permite que los únicos dulces aceptados en las aulas sean precisamente los que fabrica el Estado? Resulta que no es el azúcar lo que se combate, sino la falta de ideología.

Y si hablamos del etiquetado frontal, conviene al menos ser justos: su fracaso ha sido evidente en el corto plazo. Los octágonos negros no han cambiado significativamente el comportamiento de los consumidores, ni han reducido el sobrepeso ni la obesidad. No solo no se ha combatido efectivamente la diabetes: incluso ha aumentado. Se han convertido en parte del paisaje, como los baches o los discursos de las mañaneras: uno los ve, los soporta y sigue adelante.

Lo que se prometió como un gran acto de concientización pública se convirtió en una campaña estética. El gobierno no trata a la población como pacientes, sino como estúpidos. Como menores de edad perpetuos. Y ahí está la gran paradoja: la mayoría de esos ciudadanos infantilizados por el discurso oficial… votaron por él.

Y aquí hago una aclaración necesaria: yo no soy particularmente adicto a los dulces. Me empalagan fácilmente. Siempre he procurado una dieta razonable, hago yoga, mantengo un peso estable. No recurro a estas críticas por autocomplacencia ni por justificarme. Lo hago porque detesto la hipocresía con bata blanca y discurso populista. No necesito que nadie me diga que el azúcar hace daño. Es un asunto de conciencia. Y si no se desarrolla la conciencia, no hay remedio de nada.

Por eso entro fascinado al Mercado de Dulces de La Merced. Porque ahí hay una verdad que no está en el octágono negro ni en el spot de televisión. En el mes del niño, me dejo guiar por ese niño que fui —y que soy todavía— entre charolas de palanquetas, bombones de colores y frascos de tamarindo con chile. No para tragarme el azúcar del mundo, sino para recordarme que la vida no está hecha de prohibiciones, sino de memoria, deseo y alegría.

El Mercado de Dulces de La Merced no es solo un templo de azúcar, sino un universo contenido en doce pasillos donde resiste, desde hace más de medio siglo, la memoria gustativa de una ciudad entera. Fundado en la década de 1950 como parte del conjunto comercial más grande del país, este mercado ha sobrevivido a terremotos, remodelaciones, incendios, crisis económicas y modernidades que no entienden de alegrías ni de muéganos.

Lo mejor de todo es que allí no se vende demagogia; y es bastante improbable encontrarse a esos pequeño burgueses de “izquierdas” que se pierden de esta colorida y maravillosa realidad por pensar que el mundo se arregla tirando “netas” desde un escritorio –y no juntándose con “la chusma”–, dándose baños en vino tinto francés o derrochando dinero en postres gourmet.


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