Ciudad de México, mayo 14, 2025 00:09
Francisco Ortiz Pardo Opinión

EN AMORES CON LA MORENA / De cuando el amor se remaba en Chapultepec

Los artículos de opinión son responsabilidad exclusiva de sus autores.

Ir al kiosco, tomar un café, probar un delicioso helado de mamey o de zapote, es una experiencia única en primavera. Y si llueve, tanto mejor. Porque eso permite que uno se empape en esa melancolía que el bosque inspira.

POR FRANCISCO ORTIZ PARDO

A la orilla del Lago Mayor de Chapultepec, justo donde el tiempo se disuelve entre la librería Porrúa y Paseo de la Reforma, hay un kiosco art déco que volvió del abandono con una dignidad inesperada. No es que lo hubieran reconstruido. Es que fue salvado, que no es lo mismo. Durante años estuvo ahí, con sus mosaicos rotos, sus volados cubiertos de mugre y su alma apagada, como si se despreciara todas las historias de esos niños antiguos que se acercaron a ese kiosco. Lo mirábamos desde enfrente, como se mira algo que uno ya ha perdido sin haberlo tenido.

Fue hace un par de años que Hanaé me redescubrió el lugar. En medio de las tristezas y nuestras pláticas existenciales, nos sentamos justo en la tarima de madera que se extiende frente a la librería, como un muelle suspendido en el recuerdo. Tomamos un café con vista al lago, sin más pretexto que la melancolía. El kiosco seguía derruido, pero tenía esa cualidad de los sitios que presienten que van a ser salvados. O al menos así lo dije. Como si bastara con que alguien lo nombrara para que empezara a volver.

Foto: Francisco Ortiz Pardo

Poco tiempo después, mientras caminaba rumbo a una meditación en el Jardín Botánico —cosa que ya de por sí me parecía un acto delicado—, lo vi. El kiosco, completamente remozado. Me sorprendí, me emocioné. Era como si hubiera despertado con los colores recién puestos, con los brillos de vuelta, como si respondiera a aquel reclamo interior que yo había lanzado en silencio. Estaba ahí, vivo otra vez. Y me costó no pensar que algo —alguien, el tiempo, el bosque— había escuchado.

El kisoco estuvo abandonado por décadas. Foto: Especial

La restauración del kiosco no fue un gesto aislado, sino parte de un esfuerzo más amplio por recuperar un conjunto de estructuras construidas hace un siglo. En total eran doce kioscos, colocados estratégicamente en distintas áreas del Bosque de Chapultepec durante el gobierno de Álvaro Obregón, hacia la primera mitad de la década de 1920. Aunque no existe constancia definitiva sobre su autoría, muchos los atribuyen al arquitecto José Villagrán García o a alguno de sus discípulos cercanos. Estaban hechos de concreto armado y presentan una síntesis muy singular de estilos: por un lado, los volúmenes geométricos, las cubiertas planas y los volados aerodinámicos los vinculan al funcionalismo incipiente; por otro, los detalles ornamentales y proporciones estilizadas los ubican claramente en el mundo del art déco mexicano, que comenzaba a consolidarse como una expresión urbana de modernidad popular. Algunos de estos kioscos fueron convertidos en puestos de revistas, otros fueron demolidos sin aviso, y unos pocos —como el del Lago Mayor— sobrevivieron al deterioro, al desinterés y a los proyectos depredadores. Este kiosco resistió. Y eso, en esta ciudad, ya es una victoria.


Acompaña esta salvación una constelación de recuerdos. Como cuando fui con una mujer a la que amé de más. Fue durante una de esas noches de picnic que, desde hace algunos años, organiza el gobierno de la ciudad en el Jardín Botánico. Esa noche metimos de contrabando un vinito, como adolescentes que aún se creen inmortales. Nos reímos como si el mundo fuera breve, como si las cosas verdaderas fueran las pequeñas. Pero ella quedó atrapada en su identitario exilio español, ese que no necesita océanos sino distancias emocionales. Y es que hay quienes deciden huir de lo simple, aunque ahí esté todo.

Mucho antes, hace como veinte años, en uno de los antiguos Festivales Familiares de Chapultepec, también vivimos algo imborrable: hicimos guerritas entre dos lanchas. En una de ellas iba mi tío José Agustín, que en una maniobra heroico-lúdica se tuvo que bajar al islote. En un instante que pareció de cámara lenta, casi pierde el equilibrio y estuvo a punto de caer al agua —que no precisamente era la más pulcra—, pero en el último momento logró dar un golpe de timón con la pierna, y salvarse.

En agosto del año pasado, justo en esa librería Porrúa que mira al lago, se presentó un libro que me atraviesa por dentro: Dos hermanos, un país. Relata las vidas en paralelo de mi papá, Francisco, y de mi tío José Agustín. Fue una tarde lluviosa y contenida, francamente emocionante con la librería atiborrada de gente querida. Pero mi tío, que justo este martes cumpliría 88 años, ya no pudo estar ahí.

Portada del libro ‘Dos Hermanos, un país’. Ed. Porrúa (2024)

Un año antes de esa presentación —en agosto de 2023—, mi papá y yo realizamos un recorrido de 6.4 kilómetros por Chapultepec, con el propósito de elaborar una amplia crónica ilustrada con fotografías. Aquel trayecto fue la base del tema principal de la revista digital Libre en el Sur de ese mes. Un homenaje íntimo al bosque, a los senderos, a los silencios que también saben contar historias.

Y ahora que Libre en el Sur ha dedicado su número de mayo a las efemérides y los festejos, pienso que los recuerdos no necesariamente tienen una fecha. O que la fecha se vuelve el día que la recordamos.

Ese kiosco restaurado es hoy una sucursal de la nevería Roxy. Y eso tampoco es poca cosa. La Roxy original, en la calle de Tamaulipas en la Condesa, es casi un mito nacional. Se cuenta —como se cuentan las leyendas verdaderas— que ahí se conocieron César Costa y Enrique Guzmán, en los días en que el rocanrol mexicano apenas comenzaba a copiar los acordes de Paul Anka y Elvis Presley. Tal vez a finales de los cincuenta, tal vez ya en los sesenta. Las leyendas no piden precisión: se vuelven verdad apenas las contamos. Y si uno entra a la Roxy —o se asoma a la vitrina de este kiosco nuevo-viejo—, todavía puede sentir ese eco de adolescencia perpetua, de país en vaqueros.

El kiosco actualmente. Foto: Especial

Ir al kiosco, tomar un café, probar un delicioso helado de mamey o de zapote, es una experiencia única en primavera. Y si llueve, tanto mejor. Porque eso permite que uno se empape en esa melancolía que el bosque inspira, y en los recuerdos de sus propias vidas.

Mucho después, ya restaurado el kiosco y con nuestros motivos ochenteros, volví con mi entrañable Maggie. Nos sentamos, sin prisa, como quien se sienta a recordar. Evocamos a los que ya no están, a las historias que sólo vuelven cuando alguien las cuenta. Porque hay lugares que no se visitan: se habitan. Chapultepec es uno de ellos. Y este kiosco —ahora vivo, ahora dulce, ahora digno— parece recordarnos que a veces la ciudad también se permite remar el amor.

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