Joaquín Sabina ya se quita el bombín: 700 mil boletos pagados en su gira de despedida
Joaquín Sabina en su último concierto. Foto X / @Lopezdoriga
Fueron 70 presentaciones llenas en Europa, Estados Unidos y Latinoamérica
Su legado es el mapa emocional de una vida imperfecta, la certeza de que la poesía también duele y la canción también salva.
STAFF / LIBRE EN EL SUR
Joaquín Ramón Martínez Sabina nació en Úbeda (Jaén) en 1949. Ya en su adolescencia comenzó a escribir poemas y a componer música; a los 14 años “descubrió que la palabra podía ser canción”. En esos años iniciales formó una banda —los Merry Youngs— con la que interpretaba rock y se empapaba de ese mundo rebelde que ya se adivinaba en sus versos.
La España de finales de los años 60 era una España de censuras, miedos y silencios. Sabina —espíritu inquieto, lector voraz, soñador irrealista— decidió exiliarse en Londres, huyendo de un país que no dejaba respirar. El exilio marcó su identidad: allí vivió una bohemia dura, aprendió a sobrevivir con poesía y empezó a gestar la mirada de “cronista urbano” que definiría su obra.
Regresó con la llegada de la democracia, cuando el país intentaba recomponerse y reinventarse. Sabina volvió con su guitarra, su mochila de recuerdos, sus libros, sus heridas, dispuesto a transformar el desencanto en canción, las noches en confesiones compartidas. Su debut discográfico —aunque modesto— fue apenas el punto de partida. Con el tiempo desarrolló un estilo único: mezcla de folk-rock urbano, poesía callejera, bohemia, ironía y heridas emocionales.
Su obra fue creciendo con los años, con discos que reflejaban su evolución vital: amores fallidos, copas baratas, ciudades que duelen, noches largas, ilusiones rotas. Pero su consolidación definitiva llegaría en 1999 con 19 días y 500 noches —quizás su álbum más emblemático. Con ese disco, Sabina dio voz al desamor con crudeza y elegancia: vendió cientos de miles de copias, se convirtió en referente generacional, en carta de amor roto a voces que parecían imposibles de escuchar.
A partir de ahí su carrera fue una montaña rusa de reconocimientos, giras, éxitos, tropiezos, canciones nuevas y clásicos eternos. Fue un trovador incansable, un escritor de barras, un amigo de las madrugadas y un testigo de su tiempo.
Con la vida ya cargada de historias reales, de cicatrices, de nostalgia y de supervivencia, Sabina supo mantenerse fiel a una idea: no romantizar el dolor, contarlo. No venerar el fracaso, celebrarlo. Sus canciones no eran para aplaudir al héroe perfecto: eran para vivir en la grieta, en el límite, en la resaca del alma.
Y cuando decidió que ya no quería más escenarios —porque a veces los cuerpos y las voces piden tregua— lo anunció con valentía. Así nació la gira de despedida Hola y Adiós Tour. Más de 70 conciertos, en decenas de ciudades, moviendo cerca de 700 mil espectadores.
El 30 de noviembre de este 2025, en un concierto en Madrid, Sabina subió al escenario por última vez. Ante unas 16 mil personas dijo: “Este es el último concierto de mi vida.” Ese día dejó caer su bombín —símbolo de tantas noches, de tantas historias— sobre un banco, como quien cierra un libro sin pedir perdón, sabiendo que su voz seguirá ahí, suya y nuestra.
Sabina cierra un ciclo gigante, de medio siglo de amor, canciones, heridas, verdades, mentiras, noches y resacas. Pero deja un legado enorme: el mapa emocional de una vida imperfecta, la certeza de que la poesía también duele, la canción también salva.
Y aunque se baje del escenario, su voz —esa voz rasgada, franca, imperfecta, honesta— sigue resonando en cada bar, en cada coche que pasa de noche, en cada corazón que alguna vez tuvo miedo, sed y ganas de gritar.















