EN AMORES CON LA MORENA / Contra la ley de la materia
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Foto: isabel Mateos / Cuartoscuro
“La empatía y la generosidad quedan reducidas a rituales de temporada: un gesto navideño para saciar culpas, que se borra con los propósitos de Año Nuevo y el deseo individual de prosperidad rápida y amor no construido”.
POR FRANCISCO ORTIZ PARDO
Mientras Isaac Newton formuló las leyes que rigen el movimiento y la gravedad, fue Antoine Lavoisier quien, a través de la química experimental, estableció una de las certezas más elementales de la ciencia moderna: la ley de la conservación de la masa. La materia no se crea ni se destruye, solo se transforma. La formulación data de finales del siglo XVIII, alrededor de 1785, y sigue siendo una de las bases del pensamiento científico moderno.
El filósofo griego Heráclito de Éfeso, afirmó hace más de 2,500 años que “lo único constante es el cambio”. El cristianismo lo ha sostenido a lo largo de los siglos: “Polvo eres y en polvo te convertirás”.
La transformación tampoco es obra de nadie: es inevitable, para bien y para mal. No responde a la voluntad del poder ni al diseño de una política pública. Ocurre incluso cuando se la niega. En ese sentido, la impermanencia —como la sostiene el budismo— es insoslayable: nada permanece intacto por decisión humana, pero tampoco nada desaparece sin dejar huella. Lo que no se asume como cambio consciente regresa como deterioro, desgaste o fractura.
La política, en cambio, parece empeñada en contradecir esa evidencia básica.
En el discurso público, las cosas sí desaparecen. Las responsabilidades se evaporan. Los errores se diluyen. Las promesas incumplidas se reciclan como si fueran nuevas. Los fracasos se renombran como procesos. Y la materia —esa suma concreta de decisiones, consecuencias y daños— se trata como si no obedeciera a ninguna ley.
En política, a diferencia de la física o la química, se actúa como si el pasado no pesara. Como si no ejerciera fuerza alguna. Como si la gravedad de los actos pudiera suspenderse por decreto, por consigna o por mayoría parlamentaria.
Pero la materia política no se destruye.
Se acumula.
Cada obra mal planeada, cada política improvisada, cada mentira sostenida en el tiempo, permanece. Puede ocultarse bajo nuevas narrativas, puede maquillarse con lenguaje técnico o ideológico, pero sigue ahí. Como residuo. Como sedimento. Como presión interna que tarde o temprano encuentra una grieta.
Los políticos, unos y otros, juegan con una necesidad humana elemental: la de creer que con el cambio de año llegará una mejora mágica. No por designio de Dios —eso ya casi nadie lo promete—, sino por la voluntad de ellos. Como si bastara jalar la cobija desde el poder sin aceptar que, al hacerlo, siempre se desobija a alguien más.
El dinero no cae del cielo. Nunca ha caído. Y hasta ahora no existe una teoría económica ideal que lo contradiga. No porque falten modelos, sino porque todos parten de una ficción conveniente: que los problemas pueden resolverse únicamente desde las políticas públicas, sin tocar la condición humana que las atraviesa.
Ahí está la trampa.
Se promete prosperidad como si fuera un fenómeno administrativo. Se habla de bienestar como si no implicara decisiones morales. Se anuncia redistribución como si no tuviera costos, fricciones, pérdidas reales. La política vende la ilusión de que todo puede ordenarse desde arriba, cuando en realidad lo que se administra —siempre— son pulsiones humanas: miedo, ambición, resentimiento, deseo de ventaja.
Ni siquiera son claros para decir que el dinero que se reparte no es de ellos, sino de los mismos a los que se les da. El gesto político se presenta como dádiva cuando en realidad es un regreso parcial, administrado y condicionado, de recursos que ya tenían origen social. El tributo se lava moralmente para luego utilizarse políticamente, como si nada de eso tuviera que ver con las fuerzas internas y externas de la economía.
En ese proceso, el dinero pierde su historia. Se desvincula del trabajo que lo produjo, de los impuestos que lo sostienen, del contexto económico que lo hace posible, y se presenta como un acto casi personal del gobernante. No como resultado de un sistema complejo, sino como voluntad benevolente. El poder convierte entonces un mecanismo colectivo en capital simbólico propio.
Ahí la política rompe con un precepto tan incómodo como vigente de Jean-Paul Sartre: no hay beneficio posible que no pase por el esfuerzo y, sobre todo, por la toma de decisiones de cada persona. No como castigo moral, sino como condición de la libertad. Elegir implica hacerse cargo. Actuar implica renunciar. No decidir también es una forma de decisión.
La política contemporánea, en cambio, promete beneficios sin elección y prosperidad sin responsabilidad. Ofrece resultados desligados del esfuerzo individual y colectivo, como si la libertad pudiera administrarse desde un programa social y no desde la conciencia. En ese desplazamiento, el ciudadano deja de ser sujeto y se vuelve receptor. Y el receptor no decide: espera.
Cuando se borra la relación entre decisión y consecuencia, aparece —o reaparece— el agandalle. Crece. Se normaliza. Se legitima. Mientras uno esté bien, mientras reciba una dádiva, mientras el beneficio alcance para salvar el mes o la conciencia, será suficiente. Los demás dejan de importar. El daño colateral se vuelve paisaje. La desigualdad ajena se convierte en estadística.
La empatía y la generosidad sobreviven como rituales de temporada. Motivaciones de Navidad para saciar culpas: una despensa, una foto, una frase piadosa. Pero llegan los propósitos de Año Nuevo y todo eso se borra bajo el deseo individual de prosperidad rápida, de éxito inmediato, de amor no construido pero exigido.
Pero nada de eso importa. El pueblo nunca se equivoca. Por eso cualquier cosa que emana de los coros es infalible.
La ley de Lavoisier no es solo una verdad química. Es una metáfora incómoda para el poder: todo lo que se hace permanece de algún modo. Nada se pierde. Nada se crea de la nada. Y pretender lo contrario no es audacia política: es negación.
Tal vez por eso la política contemporánea vive en guerra permanente con la realidad. No porque ignore las leyes de la ciencia, sino porque se niega a aceptar una más simple y más cruel: no hay acto sin consecuencia, ni relato capaz de anularla.















