FEBRERO LOCO… DE AMOR / Entre amigos y montañas
Los artículos de opinión son responsabilidad exclusiva de sus autores.

“Mi historia es de amistad con las montañas y con aquellos que he encontrado en sus caminos. Es aquí, entre su fuerza y su fragilidad, donde me siento más viva”.
POR MARIANA LEÑERO
Llega febrero y, aunque me resista, siempre termino celebrando el Día del Amor y la Amistad. Esta vez, sin embargo, decidí abrazar la fecha por un amor distinto: el de las montañas y los amigos que he encontrado en el camino.
Descubrí el hiking (senderismo) gracias a Tom, uno de los mejores amigos de Ricardo. Invitó a su grupo a explorar las montañas de Santa Mónica, y sin pensarlo demasiado, me colé en el plan. Desde ese día, quedé enganchada, no solo por el paisaje, sino por la experiencia. Porque caminar entre árboles, rocas y senderos transforma no solo la relación con la naturaleza, sino también contigo misma.
Durante años, corrí convencida de que la velocidad me llevaría a las respuestas, como si el movimiento pudiera despejar mis dudas. Pero no fue hasta que me encontré frente a la inmensidad de la montaña —donde la naturaleza obliga a detenerte— que entendí que este no era un lugar para encontrar respuestas, sino para formular preguntas.
Y mientras Tom seguía invitando a otros sin mucho éxito, yo esperaba volver a la montaña.
—¿Por qué no le preguntas tú? —sugirió Ricardo—. A Tom le encantará saber que, por fin, alguien quiere madrugar y agotarse junto a él en la montaña.
Le escribí, y su respuesta llegó de inmediato:
—¡Por supuesto! Paso por ti a las seis de la mañana.
Así comenzó nuestra amistad. Para Romayne, la esposa de Tom, y para Ricardo, fue un alivio. Por fin quedó descartada la remota (pero posible) idea de que algún día los arrastraríamos con nosotros. Ahora, simplemente fingen entusiasmo cuando los llamamos desde el coche para contarles nuestras aventuras, felicitándonos con la misma hipocresía con la que se convencen de que un domingo descansando es mejor que adentrarse en la montaña.
Escribir este relato parecía un intento de hablar sobre la devastación y no quedarme en el silencio. Pero al ver lo que otros han perdido y lo que aún les falta por reconstruir, este acto se aprecia inútil. Y, aun así, mis palabras intentan ser cenizas— cenizas que necesitamos nombrar para reconstruirnos. Pero lo digo yo, que no he perdido nada. Mientras otros lo han perdido todo.
Al principio, caminar con Tom no fue fácil. Siempre tenía prisa, como si algo más importante lo esperara al final del sendero. Yo, incapaz de seguirle el paso, fingía calma mientras corría para alcanzarlo. No fue hasta que comenzó a entrenar para el Pacific Crest Trail (PCT), con una mochila de más de 20 kilos, que finalmente caminamos al mismo ritmo.
Cuando regresó de esa aventura, Tom volvió transformado. No solo había ganado un trail name que lo describía a la perfección —Rabbit—, sino que también traía consigo una nueva forma de estar en el mundo: más paciente, menos apegado a lo material, más dispuesto a saborear el paisaje y a detenerse a compartir el almuerzo. Si ya me caía bien antes, esta nueva versión lo convirtió en una de mis personas favoritas.
Es difícil decirle que no cuando me anima a caminar cinco o siete millas más, y nunca me arrepiento. Compartimos pequeñas obsesiones que hacen de cada caminata algo único. Por ejemplo, “redondear” las millas caminadas: si el reloj marca 19 al final del día, no importa el hambre o las ampollas, seguimos caminando —aunque sea en el estacionamiento— hasta llegar a 20. También comparamos nuestros pasos marcados por el reloj a mitad del camino y reímos, una vez más, con la misma broma: que mis piernas cortas caminan menos.

De regreso, no importa cuántas millas falten —6, 9 o 10— siempre empezamos a planear lo que comeremos. Tom recita menús como poeta: papas fritas extra crujientes, hamburguesas de vacas masajeadas que solo comen pasto orgánico o tacos al pastor de un changarro en el centro de Los Ángeles. Anticipar la comida se vuelve parte de la aventura.
Durante la pandemia, las montañas se convirtieron en un refugio. A pesar de la insistencia en quedarnos en casa, nos escabullíamos, argumentando que era una actividad al aire libre. Llevábamos dos tapabocas que apenas dejaban entrar oxígeno y nos embarrábamos litros de gel antibacterial con la esperanza de ahuyentar el virus. Cada paso era una pequeña victoria, una forma de recuperar el control en medio del caos.
Gracias a Tom, conocí a Cathy, otra amante de las montañas, y juntos formamos nuestro grupo, “Los Chingones.” Cathy lleva más de 30 años recorriendo Griffith Park. Conoce cada sendero, cada flor, ave y arbusto por su nombre. Cuando los encuentra, su emoción es contagiosa; se acerca con tal asombro que, después de caminar a su lado, es imposible volver a ver la naturaleza de la misma manera.
Cuando habla de las flores, es como si te invitara a su casa y te mostrara un álbum de fotos familiar. Y aunque yo olvide los nombres al instante, ella me ha enseñado a mirar con atención, y a sentir que somos parte de algo grande.
El día que descubrí que los corazones trazados en el camino, eran suyos, sentí una profunda admiración. Desde entonces, sigo su tradición de pararme en ellos y “enviar amor al mundo entero.”
Con los años, he aprendido que el hiking no es solo caminar por las montañas. Durante nuestras largas caminatas, surgen conversaciones que solo aparecen cuando estás lejos de todo. Tal vez por eso, las montañas no son solo un lugar, sino un estado de ser. Nos enseñan a escuchar— al silencio, a los amigos y a nosotros mismos.
Uno de los incendios más devastadores de California consumió precisamente algunos de los senderos por donde solemos caminar. Esto ha dejado un vacío imposible de explicar. Las llamas no solo devoraron el paisaje, sino también colonias enteras, hogares de caminantes que solíamos saludar. Y aunque sé que la naturaleza encontrará la forma de renacer, duele pensar en quienes lo perdieron todo.
Escribir este relato parecía un intento de hablar sobre la devastación y no quedarme en el silencio. Pero al ver lo que otros han perdido y lo que aún les falta por reconstruir, este acto se aprecia inútil. Y, aun así, mis palabras intentan ser cenizas— cenizas que necesitamos nombrar para reconstruirnos. Pero lo digo yo, que no he perdido nada. Mientras otros lo han perdido todo.
Las montañas no son mártires ni víctimas. Son fuerza y fragilidad. Permiten que caminemos en ellas para recordarnos que no somos dueños de nada , que estamos solo de paso.
Al final, mi historia es de amistad con las montañas y con aquellos que he encontrado en sus caminos. Es aquí, entre su fuerza y su fragilidad, donde me siento más viva.
Las montañas, con todas sus cicatrices, siguen siendo un refugio de vida y memoria. En cada sendero, en cada amanecer, encuentro la inspiración para seguir adelante, recordando que, aunque el fuego arrase con lo que conocemos, la esencia de la vida siempre encuentra la manera de nacer de nuevo.