Ciudad de México, abril 27, 2024 07:38
Carlos Ferreyra Opinión Revista Digital Noviembre 2023

Carteros, especie en extinción

Los artículos de opinión son responsabilidad exclusiva de sus autores.

“El abogado defensor de oficio cuestionaba que se aplicara tan rígida ley a un cartero y no se volteara a ver los latrocinios en las alturas”.

POR CARLOS FERREYRA

La familia llegó en un coche, no nuevo pero tampoco un carcamán; esposa, cuñada y tres hijos todavía pequeños, todos muy emperifollados.

La señora, antes de tomar asiento, ofreció chocolates de una caja redonda, muy elegante. No la dejaron acercarse a la decena y media de quienes integraban el jurado popular.

Tuve el dudoso honor de ser seleccionado apenas al cumplir la mayoría de edad. Este fue uno de los últimos juicios que se celebraban en esa forma y que se reservaba o aplicaba estrictamente a empleados de la Federación.

Los clientes principales eran los de más bajo nivel, con énfasis en trabajadores de Correos y Telégrafos, además de uno que otro empleado de atención al público.

Fue una experiencia traumática, un choque frontal entre quienes querían la justicia y quienes optaban por la comprensión y el perdón.

No fue como las películas gringas. Aquí, un juez de rostro lombrosiano apresuraba la decisión del jurado, tras la exposición de un Ministerio Público de voz cansina y la del abogado defensor de oficio, que en repetición absurda del argumento de una numerosa parte del jurado, cuestionaba que se aplicara tan rígida ley a un cartero y no se volteara a ver los latrocinios en las alturas.

El sainete comenzó a las ocho en punto de la mañana. En un salón con una gran mesa teníamos las deliberaciones. Hasta allí llegó varias veces el patibulario juez que con total desfachatez advirtió que tenía un compromiso a las tres de la tarde y si no nos poníamos de acuerdo antes de esa hora, nos dejaría encerrados hasta el día siguiente.

La perspectiva no era nada halagüeña. Estábamos en los juzgados del Palacio Negro de Lecumberri. Me asustó la posibilidad de pasar la noche entre viciosos y asesinos.

En el grupo había tres mujeres de mediana edad, a las que se les escaparon lágrimas de angustia. Ellas, como casi la totalidad, carecíamos de teléfono donde avisar en casa. Eso nos preocupó y a los legalistas nos conminaron a cambiar nuestra postura.

Simple, los de corazón tierno repetían su mantra sagrado sin dar argumentos válidos: pero si Alemán robó más y no lo castigaron.

Mis argumentos eran elementales: la familia del enjuiciado se presentó con ropa de buena calidad, como para asistir a un sarao; llegaron en un auto de su propiedad, cuando sólo los muy pudientes se daban el lujo de poseer coche familiar.

En las siguientes horas dejé en paz a la familia y los invité a pensar en cuántas personas desvalidas, la madre anciana, la esposa enferma, habría perjudicado el cartero sólo para tener un vehículo particular.

Los braceros en Estados Unidos compraban el giro con el que enviaban recursos a sus familiares. El enjuiciado, con vapor de agua, abría las misivas, pegaba los sobres tras sacar el documento. Luego acudía con su fajo de remesas a determinados comercios del centro, donde con cierta comisión, le eran pagados sin pedir identificación ni firma del beneficiario.

Los bancos, cómplices, recibían en depósito los giros. También sin requisito alguno.

A las tres mujeres les conmovió la imagen de la madre anciana sin comida, sin medicinas. Fueron definitivas para la votación unánime. Me tocó razonar ante el juez nuestro dictamen, al que agregué arbitrariamente una recomendación para impedir a los bancos traficar con dinero robado. Y todavía se están riendo…

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