Aquellas ancestrales campañas de alfabetización
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Alfabetización. Foto: Especial / Colegio Madrid
“Era otro México, éramos otros los alfabetizadores y eran otras las circunstancias que nos permitían aprovechar esa experiencia como hoy ya no es posible”.
POR OSWALDO BARRERA FRANCO
La nostalgia nos tiene cautivos, por ello, a principios de octubre se conmemoraron los 40 años de la primera campaña de alfabetización del Colegio Madrid, que desde 1985, salvo contadas ocasiones, se ha llevado a cabo cada verano en comunidades de distintos estados del centro y sur de México. Así, en las instalaciones de la preparatoria del colegio, hoy CCH, se dio el encuentro entre los alfabetizadores actuales y quienes, por cariño a este proyecto, acudimos gustosos al convivio.
Para aportarle un mayor significado al festejo, se organizaron varias mesas de discusión sobre algunos temas relacionados con las campañas, entre ellos medio ambiente, trabajo comunitario, educación, infancias y arte, así como lo relacionado con las campañas urbanas, algunas dentro del mismo colegio. En mi caso, participé en la mesa de trabajo comunitario, para contribuir, de ser posible, con la experiencia adquirida en la campaña de Malacatepec en 1988, de la cual formé parte precisamente en la comisión de trabajo comunitario.
De pronto, el intercambio entre alfabetizadores de diferentes generaciones comenzó a exponer una serie de cuestionamientos que se fueron ampliando a medida que recurríamos a un diálogo, siempre respetuoso y abierto, entre los participantes, que queríamos conocer los puntos de vista y las anécdotas que marcaron la vivencia de cada quien en las respectivas campañas. Así, los alfabetizadores de aquellas primeras campañas, las de los “ancestrales”, como se refirió a nosotros una joven y muy entusiasta exalfabetizadora, nos sorprendimos al conocer de primera mano lo que hoy implica una campaña para los alumnos del colegio.
Para empezar, la alfabetización se ha desligado casi por completo del uso del método de la palabra generadora para aprender a leer y escribir. De hecho, son pocas las ocasiones que se recurre a este “ancestral” método de enseñanza, y en un principio quise creer que ello se debe a que hoy son muy pocos los adultos que no han tenido la oportunidad de aprender siquiera cómo escribir su nombre, lo que hablaría de que se han subsanado las carencias que hace 40 años eran muy evidentes. Claro que después tuve que tomar este planteamiento con el debido escepticismo, ya que las campañas recientes de una sola institución educativa no necesariamente reflejan una realidad que es mucho más compleja y extensa de lo que hayan podido abarcar hasta ahora.
Por otra parte, las campañas de hoy se dirigen a un alumnado en su mayor parte compuesto por jóvenes, muchos de ellos de las mismas edades que los alfabetizadores, por lo que nos preguntamos qué ocurría con aquellos adultos que solían constituir la amplia mayoría de alumnos. Ahí, con pesar, nos enteramos de que, por motivos más que justificados de seguridad, los alfabetizadores ya no dan clases en las casas de los alumnos, lo que implica la pérdida de parte importante de los vínculos que establecíamos con ellos, quienes nos abrían las puertas no sólo de sus casas, sino de sus vidas, las cuales llegábamos a conocer gracias a la convivencia que se gestaban en esos espacios donde podían expresarse inquietudes, costumbres y saberes que engrandecían la dinámica entre educadores y educandos, quienes se veían confrontados y al mismo tiempo motivados por ello.
La sorpresa ante esta revelación no fue menor al enterarnos de que el proyecto de alfabetización ha tomado otro rumbo debido a la pérdida de continuidad de un año a otro, o de una generación a otra de alfabetizadores, más ahora que las campañas se enfocan sobre todo en la organización de talleres y actividades que no siempre encuentran un eco entre los habitantes de las comunidades. Esto nos hizo plantearnos, como desde hace 40 años, la relevancia del trabajo comunitario a partir de nuestra exterioridad respecto a las comunidades que visitamos y en las que, en apenas dos o tres veranos, queremos logar un cambio que no siempre responde al contexto, tanto social como histórico, al que nos enfrentamos, con nuestras limitaciones y los sesgos que nos acompañan. Un cuestionamiento que, año con año, nos seguiremos planteando.
En 1988 visitamos Malacatepec en Día de Muertos, tan sólo unas cuantas semanas después de concluir la campaña de ese verano. Los alumnos nos recibieron en sus casas con tamales, pan de muerto y, sobre todo, el mismo afecto que siempre nos obsequiaron cuando compartíamos con ellos un par de horas, de lunes a viernes, para aprender cómo enseñar a leer y escribir, a hacer cuentas y rescatar la historia de la comunidad. Cuando nos retiramos, con los estómagos y los corazones repletos, nos preguntábamos qué tanto habíamos dejado de nosotros en ese lugar y qué tanto de él nos llevábamos impregnados en nosotros, incluso hasta hoy.
Era otro México, éramos otros los alfabetizadores y eran otras las circunstancias que nos permitían aprovechar esa experiencia como hoy ya no es posible. Tuvimos esa oportunidad y, a la fecha, estamos orgullosos de ello, así como también lo estamos de las nuevas generaciones que hoy, además de celebrar una historia que quizá les tocó a sus padres arrancar, tienen fija la mirada en una nueva campaña, en una nueva oportunidad.
















