Ciudad de México, abril 15, 2025 21:29
Francisco Ortiz Pardo Opinión Sin categoría

EN AMORES CON LA MORENA / Aquí no termina el cielo

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Aquel fervor escondido ha dado paso a una religiosidad más abierta, aunque no menos íntima. La Semana Santa en Mixcoac es un reencuentro con lo esencial.

POR FRANCISCO ORTIZ PARDO

En Mixcoac, cuando aún no llegaban los fraccionamientos verticales ni el ruido de las motos había reemplazado al canto de los pájaros, la fe no era un adorno ni una fecha. Era vida. O muerte. En esas calles donde los jardines se abrían sin permiso y los muros de piedra guardaban el aliento de los siglos, también se libró, aunque en voz baja, la guerra cristera. No con fusiles, sino con escapularios escondidos, con misas susurradas, con campanas que sonaban sólo en el corazón.

Durante los años de la persecución religiosa, Mixcoac fue uno de los múltiples escenarios donde se practicó la fe entre sombras. El eco de la Guerra Cristera alcanzó este antiguo pueblo que, aunque no se alzó en armas, supo organizarse en la resistencia doméstica: altares escondidos detrás de cortinas, biblias forradas con papel de estraza, rosarios pasados de mano en mano. En los templos de piedra se rezaba con las puertas entrecerradas; en las cocinas, se oficiaban oraciones con el sigilo de quien teme ser escuchado por los vecinos incorrectos.

En ese México de la intolerancia oficial, brilla la figura del padre Miguel Agustín Pro Juárez, jesuita que celebró misas disfrazado de obrero o de comerciante, llevando la comunión en portafolios y el consuelo en forma de sonrisa. Se sabe que frecuentó Mixcoac, donde varios fieles lo recibían con discreción en casas vecinas a San Juan Evangelista. Aquí también ofició misas clandestinas, entregó escapularios y escuchó confesiones en patios traseros mientras los niños jugaban en voz baja. Fue apresado y fusilado el 23 de noviembre de 1927, con los brazos abiertos como Cristo. La fotografía de ese momento no necesita leyenda: basta verla para entender el significado de la palabra martirio.

Su muerte no apagó su ejemplo. El legado jesuita que él encarnó sigue vivo en Mixcoac, no como doctrina rígida, sino como compromiso cotidiano con los demás. En cada gesto de hospitalidad, en cada pan ofrecido por las monjas, en cada conversación entre vecinos que no se juzgan por lo que creen, resiste esa mística silenciosa: el amor como vocación pública, no como exclusividad espiritual. La Compañía de Jesús no ha promovido el fanatismo ni el desprecio: su herencia en estas calles es la de una fe que piensa, que se conmueve, que se mete con los pobres y no con las etiquetas.

Hoy, aquel fervor escondido ha dado paso a una religiosidad más abierta, aunque no menos íntima. La Semana Santa en Mixcoac es un reencuentro con lo esencial. En Jueves Santo, los vecinos salen a cumplir la visita de las Siete Casas, una peregrinación que es más del alma que de los pies. Se inicia en la Parroquia de Santo Domingo de Guzmán, se pasa por la Capilla del Rayo, se llega al Templo de San Juan Evangelista, se cruza al Monasterio de la Visitación en Campana 47 y se sigue por templos vecinos la Capilla de San Lorenzo Mártir o El Señor del Buen Despacho, en Tlacoquemécatl.

En cada estación hay algo más que incienso: velas encendidas en pequeños vasos, flores blancas, agua de chía ofrecida por manos bondadosas. En el convento de Campana 47, las visitandinas abren su coro bajo; las Madres Reparadoras, en la casa frente al templo de San Juan, regalan un silencio que huele a pan recién horneado: roscas de reyes en enero, pan de muerto en noviembre. Quien entra, lo sabe: no se sale igual.

Ahí mismo, en esa casa donde hoy rezan monjas, vivió su infancia Octavio Paz. A cargo de su abuelo Ireneo, entre libros y silencios, el niño que luego sería Nobel aprendió el valor de la palabra y la incomodidad de la contradicción. Y sí: fue un liberal. Como Joaquín Fernández de Lizardi, el Pensador Mexicano, que también anduvo por Mixcoac con sus ideas republicanas. En sus palabras, ambos defendieron la libertad —no sólo la de expresión, sino también la del alma—. Porque en la libertad también cabe la religión. Y en el pensamiento crítico también cabe la fe.

Octavio Pazlo escribió así en su poema Epitafio sobre ninguna piedra:

Mixcoac fue mi pueblo: tres sílabas nocturnas,
un antifaz de sombra sobre un rostro solar.
Vino Nuestra Señora, la Tolvanera madre.
Vino y se la comió. Yo andaba por el mundo.
Mi casa fueron mis palabras, mi tumba el aire.

Alguna vez, cuando ya lo aclamaban como poeta y ensayista, Octavio Paz volvió a Mixcoac con una intención concreta: comprar la casa donde había vivido de niño y convertirla en un centro cultural.

Lo escuché de su viuda, Marijo, con esa mezcla de acento francés y nostalgia en la voz, mientras señalaba los ventanales altos de la casona frente a la iglesia de San Juan Evangelista. Recordó el día en que lo acompañó a tocar el timbre. Adentro, las monjas lo recibieron con cortesía. Escucharon, sonrieron, ofrecieron té.

Luego, al salir, Paz se quedó un momento en la banqueta, en silencio. “Viven bien aquí”, le dijo a Marijo. “Hay que dejarlas en paz”. Ella repitió la frase como si aún la llevara guardada en el bolso. Paz no insistió más. La poesía, al parecer, también sabe retirarse con dignidad.

Pero el mundo moderno ha vuelto pecaminoso hablar de religión. En ciertos círculos progresistas, la espiritualidad es vista como superstición. Se habla del pueblo mientras se niega el derecho de ese mismo pueblo a arrodillarse. Y sin embargo, desde las alturas del poder, desde esa supuesta izquierda que gobierna, se ondea la imagen guadalupana como estandarte político, como recurso electoral, como marca registrada. El símbolo más profundo de la religiosidad mexicana convertido en logo de campaña. Una nueva hipocresía, con vocación de dogma.

Mixcoac, mientras tanto, sigue resistiendo. Es un poema urbano que no se rinde. Una tierra de piedra y jacarandas donde la espiritualidad no se impone, pero tampoco se esconde. Sus templos no son sólo recintos religiosos: son guardianes de la memoria, de la libertad y de las contradicciones que hacen al alma mexicana. Porque si en estas calles se puede rezar y también cuestionar, es porque aquí la libertad no fue concesión: fue conquista.

Aquí no termina el cielo. Aquí apenas empieza el relato que, por decoro o por costumbre, habíamos dejado de contar.

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