EN AMORES CON LA MORENA / Cuando el arte desmiente a la ciencia
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Foto: Galo Cañas / Cuartoscuro
Bajo el signo de Saturno parece dialogar con una constatación incómoda: las cosas no sólo existen en la medida en que se explican, sino que en un mundo en crisis adquieren otro sentido.
POR FRANCISCO ORTIZ PARDO
Como egresado de una escuela fundada por republicanos españoles, crecí en el peculiar predicamento de estar a medio camino entre el secularismo progresista y el origen católico de mi familia. La autocensura, más que la convicción, me mantenía lejos de los debates sobre la jerarquía eclesiástica. Al fin y al cabo, de poco habría servido explicar que mi fe estaba mucho más emparentada con la opción preferencial por los pobres que con los excesos de la Iglesia o con su ala más ortodoxa.
Paradójicamente, fue en mi infancia cuando floreció la Teología de la Liberación. Sergio Méndez Arceo, obispo de Cuernavaca, la introdujo en su vertiente más ideológica, aunque sin llegar al radicalismo pastoral que se practicaba en las comunidades indígenas: aquella en la que los curas vivían como vivían ellos, con la misma pobreza y las mismas carencias. No fueron los guerrilleros, sino esos curas, quienes sembraron la organización comunitaria que más tarde encontraría el Ejército Zapatista de Liberación Nacional. Y así, don Samuel Ruiz terminó convertido en leyenda incluso para los más anticlericales, algo que en sí mismo ya era una herejía para la ortodoxia política y religiosa.
Durante años me pregunté si la negación tajante que hacen muchos izquierdistas de los beneficios de la religión —más allá de la lánguida muletilla marxista de que es “el opio de los pueblos”— no era, en el fondo, una impostura. Porque, en ciertas circunstancias de la vida, la fe es un alivio. Después llegó la moda del yoga: un desfile de progres y conservadores rumbo a centros que tenían más de negocio que de mística. Un gurú me confesó que, aunque no era lo ideal, era mejor que nada; y que, sin proponérselo, aquello revelaba una lentísima pero cierta evolución humana. Era como pasar del escepticismo al incienso… pero sin el compromiso del rezo.
He pensado también que la academia se impregnó de un cientificismo que, en cierto modo, funciona como religión: esa que eleva a la ciencia a la categoría de dios y permite frases como “yo creo en la ciencia”. Esa ciencia —la occidental— fue incapaz de reconocer otras tradiciones científicas milenarias, como las orientales. Y al tiempo, el método científico viene corroborando la sabiduría de los vedas para poder ser llamado “verdad”. En México se exaltaba a los mayas con una curiosa mezcla de patrioterismo y asombro, casi siempre desde la postal turística o la ceremonia para la foto oficial.
No siempre fue así. El arte, los artistas, la intelectualidad, tampoco fueron ajenos a estas tensiones. Y no estamos habalndo del medioevo ni del arte sacro: Luis Buñuel, republicano español avecindado en la colonia del Valle de nuestra ciudad, era más anticlerical que agnóstico. Su cinematográfica no ofrecía respuestas: sembraba dudas con imágenes. En sus carreteras surrealistas coincidió con André Breton, quien permitió que los diferentes planos de la realidad se convirtieran en convicciones: la certeza de que no todo lo que existe se explica. Yo suelo añadir: “Ni tendría que ser explicado”, amén de vivir en la frustración por no aceptar la posibilidad de otros mundos y, con ello, renunciar a la esperanza de vida en otros más.
Breton, de hecho, se sumergió tanto en la astrología que terminó elaborando cartas astrales. Una de ellas forma parte de la exposición Bajo el signo de Saturno. Adivinación en el arte, que hoy presenta el Museo Nacional de Arte (MUNAL). Curada por David Cáliz, se articula en cuatro ejes: espiritismo, clarividencia, astrología y terror cósmico. Reúne más de doscientas obras que muestran cómo estas prácticas influyeron en el arte, especialmente en la primera mitad del siglo XX, cuando los límites entre lo racional y lo esotérico aún estaban menos custodiados por la policía del pensamiento.
Allí están Leonora Carrington, Remedios Varo, Rufino Tamayo, Dr. Atl, Nagui Olin, Roberto Montenegro, Julio Ruelas… La quiromancia se explica en infografías para leer el futuro en las líneas de la mano; Terror cósmico, de Tamayo, encara la incertidumbre, el destino y la posibilidad de un cataclismo provocado por el propio ser humano. Más que una exhibición de curiosidades esotéricas, la muestra recuerda que el arte ha sido —y sigue siendo— un vehículo para internarse en lo desconocido, y que un museo puede ser un lugar para imaginar futuros posibles.
Aunque no hable de religiones, la exposición toma de ellas el miedo y el asombro ante lo inexplicable. Y frente a esa imposibilidad de explicarlo, el arte aparece como la representación humana de lo cósmico. Un recordatorio de que hay más universos en la imaginación que en los observatorios astronómicos.
Hoy, Bajo el signo de Saturno parece dialogar con una constatación incómoda: las cosas no sólo existen en la medida en que se explican, sino que en un mundo en crisis adquieren otro sentido. Porque si Dios no ha conseguido evitar que haya pobres ni guerras, tampoco lo han hecho las racionalidades ni la ciencia. Y aunque ambas —religión y ciencia— se han proclamado depositarias de la verdad, ni una ni otra ha logrado hacer del planeta un lugar menos hostil.
Tal vez por eso —como si se tratara de hablar de lo prohibido— es hasta ahora que, en el MUNAL, se muestran cuadros que la otra inquisición, la de la corrección intelectual, mantuvo ocultos. Un regreso, aunque sea breve, a ese territorio en el que arte, misterio y herejía se confunden para recordarnos que vivir sin certezas es también una forma de libertad.