Ciudad de México, octubre 8, 2025 19:02
Nancy Castro Opinión

Ayotzinapa: la deuda del Estado

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En estos años se ha avanzado poco en el caso, el entramado político influenciado por el bordado delictivo ha bloqueado su avance una y otra vez. Han pasado dos sexenios y el que inicia, con Sheinbaum, tampoco es que se vea un sendero animado.

POR NANCY CASTRO

¿El amor a un hijo tiene fecha de caducidad?, pregunta don Mario González. Y él mismo contesta:  PUES NO. Es padre de César Manuel González  uno de los 43 normalistas desaparecidos en la noche de Iguala.

Ni el amor ni el dolor por la pérdida de un hijo tiene fecha de caducidad.

A once años de la trágica desaparición de los 43 estudiantes, Acción Global por Ayotzinapa, que se conmemora el día 26 de cada mes, llegó a su edición 128, un número que subraya el tiempo (impune) perpetrado en Iguala y alrededores.

La conmemoración 128 tuvo la peculiaridad de coincidir este mes con la presencia masiva de la CNTE, de modo que acompañaron a las madres y padres los mismos que en la conferencia presidencial fueron señalados porque “ya plantean lo mismo que la derecha, boicotear la elección del domingo”.

En estos años se ha avanzado poco en el caso, el entramado político influenciado por el bordado delictivo ha bloqueado su avance una y otra vez. Han pasado dos sexenios y el que inicia, con Sheinbaum, tampoco es que se vea un sendero animado.

Para los padres, la ausencia de sus hijos no se convierte en olvido. Es un duelo suspendido: no pueden llorar una muerte ni abrazar un regreso…”

Durante estos once años las propuestas han ido y venido, los especialistas en investigación han ido y venido, se han creado comisiones exprofeso para el caso. Pero todo se ha quedado en una intención somera que no llega a acciones contundentes.

El desgaste se refleja en las familias, cinco de ellos han muerto, cuatro han abandonado el caso. Lo que es cierto es que durante  este tiempo, el dolor y la angustia de las madres y padres no se ha apagado, sino que se ha vuelto una herida abierta que atraviesa cada día de sus vidas.

Para los padres, la ausencia de sus hijos no se convierte en olvido. Es un duelo suspendido: no pueden llorar una muerte ni abrazar un regreso. Viven en una espera constante, una especia de limbo donde el tiempo se mide en marchas, reuniones con autoridades y promesas incumplidas. Cada aniversario no sólo recuerda la tragedia, también reactiva la exigencia de justicia y verdad.

El dolor que se hereda

La angustia se ha transmitido a las familias enteras: hermanos, hermanas, abuelos. El vacío dejó marcas en generaciones. Hay hijos que crecieron sin sus padres porque estos dedicaron su vida a la búsqueda, los que ahora son adolescentes siguen recordando a su padre desaparecido. Hay padres buscadores envejecidos prematuramente bajo el peso de la incertidumbre.

La lucha como resistencia

El dolor no los ha paralizado. Lo transformaron en una lucha constante, marchando año tras año en las calles de la Ciudad de México y en Guerrero. Las imágenes de ellos cargando pancartas con los rostros de los 43 son hoy símbolos de dignidad y resistencia. Cada madre y cada padre ha repetido en entrevistas, foros, mítines que no dejarán de exigir la verdad porque el amor no se extingue.

La angustia en la espera

A lo largo de 11 años han escuchado versiones contradictorias, investigaciones fragmentadas y silencios oficiales. Esa incertidumbre prolongada es quizá la forma más cruel de violencia: la imposibilidad de cerrar, la tortura de no saber dónde están sus hijos ni qué ocurrió con ellos.

Y Un dolor colectivo

Lo que comenzó como una tragedia familiar se convirtió en un dolor nacional. La angustia de los padres se volvió la de miles de personas que los acompañan, que ven en ellos la dignidad de quienes no se rinden. Así, su voz, quebrada pero firme, resuena cada septiembre: recordando que la desaparición de los 43 no es pasado, sino un presente inconcluso

Nada podrá curar este dolor. Que quemen lo que haga falta, que derrumben muros y edificios en busca de una verdad que ha sido escondida: ninguna acción será suficiente para apaciguar el vacío que carcome la vida de 43 familias. Ese dolor no se mide en indagatorias ni en actas; es una erosión lenta que ha transformado cuerpos, nombres y días. Y, aún así, la rabia y la memoria siguen de pie, reclamando lo que les fue arrebatado.

Cuánto tiempo más tendría que pasar para que podamos saber qué pasó con los 43. Los padres lo han dicho: NI UN DÍA MÁS. Sin embargo esta pregunta sigue siendo el núcleo del reclamo social. No se trata sólo de la duración del proceso, sino de lo que implica: cada día sin respuestas erosiona la confianza en las instituciones del Estado, multiplica  el dolor de las familias y perpetúa la impunidad estructural. La ausencia de una verdad clara y completa no sólo es una deuda con los padres y madres que esperan, sino con una sociedad entera que observa cómo la justicia se diluye en el tiempo.

En este sentido, el paso de los años no puede ser aceptado como justificación ni como excusa: mientras no se esclarezca el paradero de los 43, cada minuto de silencio oficial es una prolongación de la violencia inicial.

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