Ciudad de México, abril 26, 2025 18:19
Opinión Oswaldo Barrera

Danza primaveral

Los artículos de opinión son responsabilidad exclusiva de sus autores.

“Los espíritus se regocijan y los cuerpos sudorosos se desdoblan en movimientos primero tenues y cuidadosos, luego resueltos y melódicos, para dar la bienvenida no sólo a la más exaltada de las estaciones, sino al mes en el que la danza se hace más que presente, cada 29 de abril”.

POR OSWALDO BARRERA FRANCO

Esta primavera comenzó algo melancólica, al menos durante los primeros días, en los que se hizo presente la lluvia y las nubes nos resguardaban de los rayos de un sol implacable que había dispuesto su trayecto equinoccial a lo largo del cielo con amenazas de calores abrasadores y mediodías sin sombra ni sosiego. Sin embargo, la naturaleza tenía otros planes y nos otorgó un breve descanso de los rigores solares, suficiente para reponernos un poco de un invierno tórrido, como se está haciendo costumbre en los últimos años.

Gracias a ello, pudimos arrancar la primavera con pasos más serenos y seguros, a un ritmo acorde con los días templados que solían marcar el inicio de esta estación. Y los pasos siguieron su propio compás, con su andar paulatino que poco a poco va in crescendo conforme los días pasan de marzo a abril y se vuelven más cálidos, mientras sentimos que el sol ahora nos abraza con mayor efusividad.

Notamos el cambio en el ambiente y con ello, a pesar del calor, los espíritus se regocijan y los cuerpos sudorosos se desdoblan en movimientos primero tenues y cuidadosos, luego resueltos y melódicos, para dar la bienvenida no sólo a la más exaltada de las estaciones, sino al mes en el que la danza se hace más que presente, cada 29 de abril, Día Internacional de la Danza, para conmemorarlo con múltiples funciones y conciertos.

Desde 1982 se celebra y reconoce la importancia de este arte que nos hace partícipes o espectadores de un lenguaje tan sublime como aquel que es representado por nuestra propia corporeidad, por nuestra capacidad de exaltar la capacidad humana de expresión e imaginación a partir del instrumento universal que llevamos con nosotros todo el tiempo, y que es capaz de transmitir no sólo las emociones que contiene y experimenta, sino de extender nuestro ser en un espacio y un tiempo determinados.

Mi relación con la danza es más bien accidentada e irregular. No ha sido fácil para alguien cuya mayor gracia respecto al baile es llegar a mantener dificultosamente el ritmo y evitar tropezar, o hacer que alguien tropiece, conforme la música va aumentando su cadencia. Tengo claro, aun a estas alturas, que no me hubiera animado a dar siquiera un temeroso paso si no fuera por aquellas Terpsícores de mi juventud, quienes inspiraban el deseo de formar parte de un dueto aunque fuera efímero, cuando no de hacer de mi devoción por ellas el principio y fin de una coreografía compartida.

Pero bueno, aquellas musas de la danza y mi aspiración por bailar con ellas quedaron en los anaqueles de los olvidos necesarios, pero que no abandonan nunca la memoria, aunque sí el corazón en un momento dado. Así que, luego de al menos tres intentos fallidos con ellas de hacer de la danza el motivo principal de mis acciones, decidí que me conformaría con ser únicamente un fiel admirador de quienes dedican sus arrebatos corporales a los terrenos dancísticos.

A pesar de ello, en algún momento fui un visitante asiduo del Centro Cultural Universitario para acudir a funciones de danza contemporánea, ya fuera en la Sala Miguel Covarrubias o en la fuente central, entre los sobrios edificios que la rodean y evocan recuerdos casi tangibles de cuerpos codiciados. También asistí, más de una vez, a funciones de carácter más íntimo en Los Talleres de Coyoacán, donde comencé a involucrarme con creciente interés en aquel mundo de evoluciones y destrezas coreográficas, hasta que aquella melodía inspiradora cesó de repente. Por último, no olvido los recitales que ofrecía el Taller Coreográfico de la UNAM en el entonces Teatro Carlos Lazo, donde podía sentir la energía y versatilidad de los bailarines, desde los camerinos, entre las piernas a ambos lados del escenario y hasta las butacas del teatro.

Hoy, sin embargo, me limito a mis clases de salsa, que han irrumpido en mi vida en distintos momentos y con diferentes intensidades, pero que siempre han logrado que este cuerpo logre recordar algunos pasos y llevar los de otros a un ímpetu de giros, vueltas, sácalas, péinates, diles que no y demás nombres salseros que van siguiéndose conforme el ritmo afrocaribeño de este género nos va invadiendo y motivando a sacar cada vez más los llamados pasos prohibidos.

La salsa es entonces un refugio para mí, en el que le permito a mi cuerpo soltarse y reconocerse, como lo puede hacer cualquier otro baile, ya sea en sí mismo o en la complicidad con otro que se adapta al propio para volverse momentáneamente una sola figura de múltiples brazos y piernas acoplándose en un diálogo febril de movimiento. Si se logra o no del todo, quedará para otros más avezados decidirlo, pero será uno quien sienta con sus pasos la liberación y el goce de permitirse ir más allá de los límites de la piel.

Celebremos con alegría esta primavera, así como la danza y lo que ésta nos provoca, no sólo un día al año, sino con cada encuentro en el que la música, tanto interna como externa, nos haga dar primero un paso, luego otro y otro, y otro más, en una marcha sincrónica con lo más esencial de cada individuo, que se abre hacia otros en un mismo intervalo y siguiendo un ritmo al unísono. ¡A bailar sin contemplaciones, que luego se nos hace tarde para ello!

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