El silbato del cartero
Los artículos de opinión son responsabilidad exclusiva de sus autores.
Foto. especial.
“Era emocionante escuchar el peculiar silbido del cartero, correr a la puerta para recibir la correspondencia del día y escudriñar el legajo en busca de la carta esperada…”
Por Francisco Ortiz Pinchetti
La verdad no guardo en mi historia personal alguna anécdota tan hermosa como la que cuenta Antonio Skármeta en su novela El cartero de Neruda, traducida a 25 idiomas, sobre la insólita amistad entre un joven pescador convertido en cartero y el inmenso poeta chileno Pablo Neruda (1904-1973) refugiado en Isla Negra, donde él y su tercera esposa, Matilde Urrutia, pasaron prolongadas temporadas frente al mar.
Sin embargo, los carteros forman parte importante de mis recuerdos infantiles y juveniles en la Ciudad de México, sobre todo durante las décadas de los cincuenta y lo sesenta del siglo pasado. Su presencia y su sonido –ese silbato inconfundible— son inseparables de incontable vivencias y emociones únicas, como la de recibir una carta de amor. Era emocionante escuchar el silbido del cartero y correr a la puerta para recibir la correspondencia del día. Y luego revisar los sobres uno por uno en busca de la carta esperada.
La realidad es que este servicio tan entrañable resulta cada vez menos necesario en la vida actual…”
En la época decembrina, como la que ya se avecina, la visita del cartero adquiría una importancia mayor, pues entre su cargamento predominaban las tradicionales tarjetas navideñas, mensajes impresos de nuestros familiares y amigos. Muchas personas acostumbraban colocarlas en el arbolito de Navidad, sobre la chimenea o pegados en un muro de la sala, en lo cual había ciertamente un ingrediente de presunción, sobre todo cuando entre las tarjetas había algunas firmadas por personajes importantes de la vida pública.
De hecho durante unos años me dedique a la venta y aun a la fabricación de tarjetas de navidad, para lo que inclusive adquirí una prensa de mano con la que imprimía en las tarjetas el tradicional mensaje de buenaventura y el nombre de su emisor. Y era precisamente el cartero quien se encargaba de hacerla llegar a su destino.
Hoy, ese ejercicio ha pasado prácticamente a la historia. La eventual visita del antiguo mensajero se limita a la entrega de algunas comunicaciones bancarias, recibos de pago o instancias de cobro.
Me refiero al tema en ocasión una doble celebración: la del Día Mundial del Correo, instituido por la Unión Postal Universal (UPU) desde 1969, y el del Día de Cartero, que en nuestro país se festeja cada 12 de este mes de noviembre.
La realidad es que este servicio tan entrañable resulta cada vez menos necesario en la vida actual. Los medios electrónicos y digitales de comunicación han sustituido la romántica costumbre de escribir cartas. Sin embargo, en México sobrevive aun este servicio público que fue instituido en 1884, hace 129 años.
Aunque ya se supone en franca decadencia, el Sistema Postal Mexicano (SPM) creado en 1986 y convertido en Correos de México en 2009, maneja un estimado de 345.5 millones de piezas anuales (casi un millón al día), según datos de 2021. La correspondencia se distribuye a través de dos mil 659 rutas, y siete mil 345 carteros en activo. Las piezas postales son distribuidas por tres mil 714 motocicletas, mil 631 bicicletas y 647 vehículos; cuenta con siete mil 254 oficinas, de ellas hay mil 335 conectadas. Los vehículos de Correos de México recorren diariamente tres millones 700 mil kilómetros, lo que representaría darle la vuelta al mundo tres veces al día. Y hay en la República, todavía, más de 19 mil buzones… todavía. La cobertura internacional de Correos de México abarca 192 países. Moviliza diariamente 128 toneladas de correspondencia, mensajería y paquetería.
La imagen del cartero tradicional, con su mochila colgada del hombro, su uniforme, su gorra y su silbato, es ya en nuestra memoria solo una melancólica referencia. Muchas veces, ellos nos trajeron noticias felices, relatos y textos de amor, aunque también cartas que no hubiéramos querido recibir jamás. Y sobre todo nos regalaron esa emoción de escuchar su llamado y acudir a la puerta en espera de una grata sorpresa.
Otras piezas que esperábamos y recibíamos con emoción eran las tarjetas postales que algún amigo o pariente nos enviaba desde el lugar en que pasaba sus vacaciones, tanto en el interior de la República Mexicana como en el extranjero. Postales de Roma, París, Madrid, Venecia o Sevilla servían al menos temporalmente de adorno en nuestros libreros y repisas. Hoy esa práctica tan romántica ha sido desplazada por los adelantos tecnológicos, cuando es posible captar una imagen y transmitirla a cualquier parte del mundo en el mismo memento a través del teléfono celular.
En aquel entonces, en cambio, parte importante del viaje de paseo era acudir al a algún expendio donde vendieran esas tarjetas y luego de escribir en ellas un mensaje, ir a depositarlas en algún buzón o en la oficina de correos de la localidad, lo que en ocasiones significaba invertir en esa tarea un tiempo valioso.
Ignoro si el cartero era consciente de la importancia que su trabajo tenía para la vida de muchas personas y sobre todo del impacto sentimental que sus entregas podrían tener para algunos. Sin ellos saberlo, eran portadores lo mismo de buenas o de malas noticias y en ocasiones seguramente de pequeñas o grandes historias de amor… y desamor.
La cierto es que el cartero era y es todavía un personaje de la ciudad, muy respetado por cierto. Este 12 de noviembre, tenemos nuevamente la oportunidad de retribuirles en algo. Es común que ellos entreguen en nuestras casas en los días previos un sobre vacío para que en él depositemos nuestra gratificación económica para ellos. Eso es parte también de una tradición. Ojalá y seamos generosos.